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GULA: TRASTORNO LÍMITE

En el corazón de las tinieblas: Joseph Conrad



La Gula quizás sea uno de los Pecados Capitales más actuales, considerando que en nuestro medio, los trastornos de la alimentación han tomado un protagonismo importante, y el comer en exceso genera tanta o más culpabilidad que generaría el pecado de la Gula en la Edad Media.

   El entorno social actual anatemiza al comedor compulsivo y menosprecia al obeso, para los Escolásticos, la Gula era sinónimo de desorden en el control de los apetitos, considerando que “daba prioridad a esta satisfacción corporal por encima de las necesidades reales del cuerpo”, que “ponía en peligro la salud de éste por el exceso” y que “suponía no guardar las necesarias maneras en el comer y en el beber”.

   Identificamos la Gula con el Trastorno Límite de personalidad, por el aspecto que hay en estos individuos de pérdida del control en cuanto a la impulsividad, por la tendencia al abuso de sustancias y de alimentos de forma dañina para sí mismos y por los sentimientos crónicos de vacío del sujeto que le llevan a necesitar colmarse a cualquier precio.

   La angustia ante el abandono real o imaginario late en el fondo de la mayoría de los comedores compulsivos, aquellos que en la Edad Media serían catalogados como pecadores por la Gula, y que no serían sino personas que trataban de aferrarse a la gratificación oral como forma de calmar una impresionante angustia y soledad.

   La organización interna de la Personalidad Límite revela la debilidad de la estructura del Yo. Carecen de los adecuados canales de sublimación, con lo que la tolerancia a la frustración de sus demandas narcisistas es muy baja y tiende a satisfacerse regresando a niveles de oralidad.

   La Gula cubrirá la faceta de satisfacción inmediata de las necesidades, para convertirse posteriormente el alimento en “objeto malo”, lo que induce a maniobras autodestructivas.

   Sin capacidad para posponer su apetito desordenado, con arrebatos de irritabilidad y malhumor si no se sacian sus necesidades, el individuo Límite se encuentra en el punto más regresivo de los Trastornos de Personalidad, que los aproxima a niveles psicóticos, como la Gula era percibida como uno de los vicios más “primarios” en que podía caer un ser humano.

 En el corazón de las tinieblas: J. Conrad

“En el corazón de las tinieblas” es un relato de un viaje, un viaje hacia los orígenes, una regresión que toma como excusa el trayecto de río que se interna en las profundidades de la selva africana, el comercio del marfil y la figura omnipresente del señor Kurtz.

Está narrado en primera persona por Marlow, un marino que se hace cargo de una barcaza fluvial en un intento de cumplir un sueño infantil, cuando se sintió atraído por el serpenteante trazo que dibujaba el río en el mapa: “Pero especialmente había en él un río grande y poderoso que se podía ver en el mapa, parecido a una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza en el mar, su cuerpo en reposo curvándose a través de un extenso país y su cola perdida en las profundidades del continente”.

Desde el principio, Marlow, se ve atrapado por una inmensa y terrible fascinación; parece que ya en lo trámites previos a su embarque como capitán de ese vapor, se ve alertado por una serie de señales que le indican que se acerca a los límites de la razón, que se aproxima a un mundo de parámetros diferentes, donde los valores de nuestra civilización serán trastocados y manipulados y donde conocerá una forma especial del Mal, un Mal en un estado muy primigenio, muy elemental, pero no por ello menos aterrador: “He visto el demonio de la violencia, el demonio de la avaricia, el demonio del deseo ardiente; pero, ¡por las estrellas!, eran demonios fuertes, vigorosos, con lo ojos inyectados, que dominaban y manejaban hombres, os digo. Pero, cuando estaba de pie en aquella colina, presentí que, bajo la luz cegadora de aquella tierra, iba a conocer un demonio flácido, pretencioso y de ojos apagados, de una locura rapaz y despiadada”.

Pero ese mismo poder del Mal en todo su primitivismo arcaico es del que, por ello, resulta más difícil escapar porque: “Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo”. “Se podía perder en aquel río tan fácilmente...hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de lo que había conocido antes –en algún lugar, muy lejos– en otra existencia tal vez”.

Este viaje a las profundidades pronto se convierte también para Marlow en una búsqueda de Kurtz quien parece representar el espíritu omnipresente del lugar, más allá de los límites de la razón.

Kurtz se nos da a conocer tan sólo por referencias desde los primeros capítulos de la novela: “El señor Kurtz era el mejor agente que tenía, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la Compañía”. “Es un prodigio, dijo al fin. Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe cuántas cosas más. Queremos -empezó a  declamar de repente– mayor inteligencia, mayor compasión, dedicación exclusiva para dirigir la causa que nos ha sido confiada, por así decirlo, por Europa... y así él, un ser especial, como debería usted saber, viene aquí”. Y desde entonces, empieza a ejercer en Marlow su influencia: “En un instante me convertí en un ser falso como el resto de los hechizados peregrinos. Y ello, simplemente porque tenía la idea de que de alguna forma esto serviría de ayuda a aquel tal Kurtz, al que no vi entonces...no sé si me entendéis. para mi él era sólo una palabra”.

Cuanto más nos acercamos con Marlow a la Estación  del señor Kurtz, más nos atrapa el sentimiento de inseguridad, de inestabilidad, de que cualquier cosa puede ocurrir, sin que existan coordenadas conocidas para encuadrarla.

La selva que se extiende a ambas orillas del río, la niebla que, de golpe, los aísla, más aún si cabe, crean una atmósfera de irrealidad en la que Kurtz se perfila como el todopoderoso manipulador de todo aquel fantasmagórico mundo.

Cuanto más se aproxima la expedición a la Estación del señor Kurtz de donde parte el marfil tan afanosamente buscado, la amenaza ya es sólo la tristeza, la desesperación.

La personalidad del señor Kurtz que planea sobre toda la novela, se nos presenta desconcertante, como una presencia inasible, sobrevalorada, pero, al mismo tiempo, omnipresente: “El hombre se me presentaba como una voz. Naturalmente no es que no asociara con algún tipo de actividad. ¿Acaso no me habían dicho en todos los tonos posibles de envidia y admiración que él había recogido, trocado, timado o robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Lo importante es que se trataba de una criatura dotada, y que de entre todas sus dotes la que destacaba preeminentemente, la que proporcionaba sensación de una presencia real, era su capacidad de hablar, sus palabras; el don de la expresión, el desconcertante, el revelador, el más exaltado y el más despreciable, el palpitante torrente de luz o el engañoso flujo del corazón de una impenetrable oscuridad”.

Marlow navega obsesionado por el señor Kurtz al que no conoce, por el señor Kurtz al que “la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca”.

“Él se había colocado literalmente en un alto sitial entre los demonios de la tierra”,  entre montañas, pilas de marfil que llenan el cobertizo de barro, que luego cubren el vapor hasta la cubierta porque “así pudo verlo y disfrutar mientas lo podía ver, porque el aprecio de esta predilección le había acompañado hasta el final”.

Kurtz es un europeo orgulloso de serlo:”Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz” fascinado por el poder que el blanco parece tener a los ojos de los nativos: “tenemos necesariamente que parecerles (a los salvajes) seres sobrenaturales”

En el corazón de las tinieblas Kurtz “tenía el poder de obligar a las almas rudimentarias a ejecutar una danza embrujada en su honor valiéndose del hechizo y del terror”. Pero también de seducir a un hombre blanco idealista e ingenuo que se adentró un día en la selva: “Pero cuando se es joven hay que ver cosas, acumular experiencias, ideas; hay que ensanchar el espíritu; -¿aquí?- le interrumpí. ¡Nunca se sabe!. Aquí conocí al señor Kurtz”.

Y además está el marfil, el ansia del marfil, la gula del marfil, dispuesto a todo por el marfil, incluso a matar a este pobre hombre que le adora: “Bueno, yo tenía un montoncito de marfil que el jefe de aquel poblado cercano a mi casa me había dado (...) Pues bien, él lo quería y no atendía a razones. Aseguró que me dispararía a menos que le diera el marfil”.

“Odiaba todo esto, pero por alguna razón no podía irse (...) decía que sí y luego se quedaba; se iba de nuevo a buscar marfil; desaparecía durante semanas; se olvidaba de sí mismo en medio de aquella gente (...) evidentemente, la avidez del marfil había prevalecido sobre -¿cómo decirlo?- aspiraciones menos materiales”.

De pronto, a Marlow se le revela en toda su espantosa realidad la personalidad del señor Kurtz al contemplar las cabezas que adornan los postes de la valla de la choza: “Yo no tengo opinión sobre este punto, pero quiero que entendáis claramente que no reportaba beneficio alguno el que esas cabezas estuvieran allí. Sólo demostraban que el señor Kurtz perdía el control de sí mismo a la hora de satisfacer sus diversos apetitos; que le faltaba algo, algo insignificante, pero que en el momento crítico se echaba de menos debajo de su magnífica elocuencia (...) pero la selva lo había descubierto pronto, se había tomado en él una venganza terrible por la fantástica invasión. Creo que le había susurrado cosas acerca de sí mismo que desconocía (...) y el susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó fuertemente dentro de él porque su corazón estaba hueco”.

Kurtz y la selva, el vacío crónico de la Personalidad Límite y la inmensidad original de una tiniebla virgen.

La inestabilidad, la impulsividad y la disforia, no se satisfacen con la adoración y el honor que suscita su figura, la manipulación de grandilocuentes ideas importadas de Europa y el ansia imparable de acaparar marfil como tratando de saciar un apetito innombrable.

Porque la realidad de Kurtz es tan sólo un espectro, una imagen animada de la muerte esculpida en marfil viejo y con una boca desmesuradamente voraz tratando de tragarse todo el aire, toda la tierra y a todos los hombres que tenía ante sí.

Por fin Marlow se encuentra con Kurtz, que es tan sólo un moribundo al que la Compañía trata de rescatar para desmantelar el tinglado de corrupción montado en la Estación. Kurtz, el gran Kurtz, se ha convertido ahora en un elemento tremendamente perturbador para la imagen de la Compañía que desaprueba sus métodos. El impresionante prestigio de Kurtz ha quedado reducido a un turbio asunto que hay que ocultar.

Cuando Kurtz emprende el regreso en la barcaza la selva ruge, no quiere perder su presa, y es la negritud la que se rebela con sus rituales primitivos que sólo pueden ser acallados a golpe de silbato por el vapor que surca el río, ahora en dirección contraria: “Traté de romper el hechizo –el pesado y mudo hechizo de la selva- que parecía atraerle hacia su despiadado seno despertando en él instintos brutales y olvidados, trayéndole a la memoria pasiones monstruosas y satisfechas (...) sólo esto había conducido a su alma inmortal más allá de las aspiraciones permitidas (...) pero su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí misma y ¡santo cielo! os lo aseguro, se había vuelto loca".

Y es en ese camino de regreso cuando Marlow y Kurtz establecen un vínculo que persistirá más allá de la muerte del primero; Marlow siente por Kurtz toda una gama de sentimientos ambivalentes que van desde la más intensa fascinación al odio e incluso al terror ante su personalidad, pero jamás la indiferencia: “Vi el inconcebible misterio de un alma que no conocía el freno, ni fe ni miedo y que, no obstante, luchaba ciegamente consigo misma (...) le miré como uno observa a un hombre que yace en el fondo de un precipicio donde el sol no brilla nunca (...) en aquella cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío, del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación intensa y desesperanzada”.

Las últimas palabras de Kurtz: “El horror, el horror”, resumen el resultado de haberse hundido en el abismo de la tiniebla.

Ya en Europa, Marlow contacta con gentes que conocieron a Kurtz, que dan de él diversas imágenes como si de un caleidoscopio se tratara, con facetas cambiantes que parecen indicar que había jugado para cada uno un papel distinto, quizá el que convenía en cada caso: “Y aún hoy soy incapaz de decir cuál era la profesión de Kurtz, si alguna vez tuvo alguna, y cuál era el mayor de sus talentos”. Hasta que un periodista dice de él: “Habría sido un espléndido líder de un partido extremista, ¿de qué partido? pregunté. De cualquier partido, respondió el otro. Era un.... un extremista”.

Y por último Marlow visita a la única persona para quien la imagen de Kurtz permanece aureolada de todos los atributos de virtud con los que enmascaró su partida al corazón de las tinieblas. Su prometida, eterna enamorada, eterna convencida de que Kurtz es su Kurtz, el que ella creyó conocer y a la que Marlow no tiene valor para desengañar asegurándole que la última palabra de sus labios fue su nombre.

Kurtz resulta pues un personaje difícilmente encuadrable, como lo es el individuo con un Trastorno Límite de la Personalidad, seductor y terrible, manipulador y destructivo, capaz de tremendas heroicidades impulsivas y de las mayores bajezas regresivas.

Porque pensamos que Kurtz elige el comercio del marfil en un continente primitivo tratando de calmar un vacío interno que ninguna de sus múltiples actividades anteriores ha llenado, ni siquiera el amor incondicional y apasionado de una mujer que le sigue siendo fiel en la distancia y en la muerte.

Y acapara marfil con una verdadera ansia insaciable, por encima de las capacidades de sus almacenes, y de lo que la Compañía espera de él, no para obtener beneficios o prebendas, sino para cubrir su voraz apetito.

Pero el precio del marfil, es hundirse cada vez más en una regresiva espiral que le lleva a enfrentarse a las profundidades del alma de una tierra que por primitiva pone en contacto a cada hombre consigo mismo en sus orígenes, inerme en el límite de la propia existencia como ser humano. Ese límite que Kurtz sólo puede expresar al morir como “el horror, el horror”.

 

 

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