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IRA: TRASTORNO ANTISOCIAL

Cumbres borrascosas: E. Brönte


Para los Escolásticos, la Ira es “una pasión del apetito sensitivo que no atiende a razón”. Ya se la describe como una “locura breve” diferenciando a “los que de cualquier cosa se enojan, se les queda el agravio fijo en la memoria y no se les olvida y con gran obstinación procuran venganza y no hay como sacarles de ello".

   Carga pues los tintes la Escolástica, en este caso en la conducta que se manifiesta en enojo, venganza y agresión, pero considerando que existe un trasfondo de sentimiento, “pasión sensitiva” y falta de control por parte de la razón.

   En el Trastorno Antisocial, vemos que el individuo presenta habitualmente, irritabilidad y agresividad, con peleas físicas repetidas y agresiones, la ira sería pues una de las conductas más aparentes y habituales de este patrón, el estado irascible es una actitud constante del individuo antisocial.

   Llevado de esta irascibilidad arrolla los derechos de los demás sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos ni tomar en consideración el daño que causa en los otros.

   Esta impulsividad, tan característica del Trastorno Antisocial, creemos que estaba ya en la mente de los Escolásticos al definir la Ira como vicio capital, al decir que “no atiende preferentemente a la razón”, es decir, que no se encuentran razones que justifiquen una conducta que desborda de tal manera los límites.

   Este Trastorno de Personalidad es sobre el que se ha centrado preferentemente la discusión sobre la imputabilidad de determinadas conductas delictivas, es sobre el que se acuñó el termino psicopatía que aún hoy permanece en el imaginario popular y al que primero atribuyeron los psicopatólogos el término de “insania moral” considerando una carencia de “sentimientos morales y naturales”. Es decir, sería el Trastorno de Personalidad que más frecuentemente se ha identificado con una falta en el terreno de la ética, es decir, con el pecado, si bien, últimamente, se está perfilando la orientaciónn organicista en base a hallazgos EEG y neurobiológicos que hablarían de un “temperamento irascible”.

 

Cumbres Borrascosas: E. Brönte

 

El protagonista de la novela de E. Brönte, Heathcliff, tal y como lo concibió su autora, no es solamente el desgraciado y atormentado héroe romántico que aparece en el clásico de la pantalla en blanco y negro de los años 40. Tiene realmente una personalidad mucho más perversa y se puede sin duda diagnosticar como un Trastorno Antisocial.

Ya en la primera página, y cuando el supuesto relator del texto traba conocimiento con él, nos informa de que: “No dio muestra alguna de notar la espontánea simpatía que experimenté hacia él al verle”.

Esta simpatía, basada en la suposición de que se trata de un solitario introvertido, pero no maligno, como se define a sí mismo el visitante, no causa impresión alguna en Heathcliff, dando así muestras de uno de los rasgos esenciales del Antisocial, a saber, la completa falta de capacidad de empatía y despreocupación por los sentimientos de los demás.

A lo largo del texto, nos vamos enterando de que se trata de un niño abandonado a quien un rico hacendado rural recoge en las calles de Liverpool y lleva a su casa para criarle junto a sus hijos.

Sin embargo: “Jamás recompensó a su protector con expresión alguna de gratitud”.

Siendo recibido con hostilidad por los niños de la familia, estos aprovechan cualquier ocasión de maltratarle, pero “quizás estuviera acostumbrado a sufrir malos tratos. Aguantaba sin parpadear los golpes de Hindley, y no vertía ni una lágrima”.

Sin embargo, manifiesta una capacidad importante para conseguir que su protector se entere de estas situaciones y obtener a cambio beneficios exagerados en presencia del mismo “porque, como ninguno queríamos hacer enfadar al amo, nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido y con ello aumentaban su soberbia y mal carácter”.

Nos encontramos, pues, ante un conjunto de circunstancias que parecen propiciar el desarrollo y perpetuación de la conducta Antisocial: carencia de familia estructurada e instauración posterior de un trato contradictorio que va desde la tolerancia excesiva a la hostilidad y violencia física.

Heathcliff crece pues desclasado y sin un proyecto de futuro estable y duradero.

A la muerte de su protector, la situación se torna cada vez más insoportable para él, siendo incapaz de encontrar un compromiso aceptable entre los hijos de aquél.

Se trata ya de un adolescente que desprecia abiertamente las normas sociales y cuya baja tolerancia a la frustración le desencadena descargas de agresividad y violencia terribles.

El pronóstico sobre su futuro parece claro en el entorno social de la familia: “Es un niño; no tengas miedo. Pero tiene tan mala facha, que haría bien la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer por su catadura”, dicen sus vecinos, los Lindley.

Es cierto, que este determinismo marcará la futura trayectoria vital de Heathcliff, pero el relato en su segunda parte, nos ofrece una clara perspectiva de la incapacidad de su protagonista para modificar su personalidad aun cuando sus circunstancias socio-económicas han cambiado y consigue el amor incondicional de la hija de la familia Lindley.

Heathcliff se enriquece, no nos cuentan cómo, aunque se deja entrever en actividades no muy lícitas, y su fortuna tan sólo le sirve para poner en marcha una venganza de una inusitada crueldad.

Porque el odio de Heathcliff, disfrazado de amor contrariado por Catalina, es una racionalización destinada a hacer verosímil su conflicto interno y se proyecta hacia todos los seres de su entorno incluyendo a su desgraciada esposa y a su infortunado y débil hijo.

La destrucción sistemática de la paz, la concordia y los sentimientos de todas las personas que se cruzan en su camino, no le supone la menor vivencia de de culpabilidad, pero tampoco calma sus ansias de venganza, ya que éstas se encuentran ancladas en un vacío afectivo.

La crueldad con los animales, de forma totalmente gratuita, alerta a su reciente esposa demasiado tarde: “Lo primero que hice cuando salimos de la granja fue ahorcar a su perro”, refiere en el colmo de la jactancia.

Pronto Isabel Lindley sufre las consecuencias de su error: “Heathcliff ¿es un ser humano? Y si lo es, ¿está loco? ¿o es un demonio? (...) Aunque me hubiera adorado, no habría dejado de mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podría llegar a tener afecto a este hombre”.

Porque, en efecto, la tormentosa relación entre Heathcliff y Catalina no es sino la relación sado-masoquista de dos personalidades perversas, ella más próxima a la Narcisista-Histérica, que acaban por destruirse mutuamente hallando en ello la culminación de su morboso placer.

Por otro lado, y como corresponde a una novela escrita en la puritana Inglaterra victoriana, no faltan las alusiones constantes a la demonización del personaje. Para la época, Heathcliff era un alma condenada al Infierno porque había venido del Infierno y era sólo infierno lo que creaba a su alrededor.

Ningún sentimiento de amor auténtico, en el sentido cristiano de la palabra, alberga el alma de Heathcliff, y es la Ira con las tres especies que los Escolásticos definían la que aparece claramente reflejada en su conducta: de cualquier cosa se enoja, no olvida los agravios, y procura vengarse con gran obstinación.

He aquí la descripción de un enfrentamiento con aquel Earnshaw, que le despreciaba en su niñez: “Su adversario, agotado por el dolor y por la pérdida de sangre, había caído desmayado. El miserable le pateó y pisoteó y le golpeó fuertemente la cabeza contra el suelo (...) le costó un verdadero esfuerzo no rematar a su enemigo. Al fin, ya sin aliento, lo sentó y comenzó a vendarle la herida con movimientos brutales, maldiciéndole y escupiéndole a la vez con tanta violencia como antes le había pateado”.

Como ésta encontraríamos descripciones de sus excesos de ira con agresiones físicas a su esposa, su hijo, el hijo de Earnshaw y la hija de Catalina, amén de criados y aparceros.

Junto a ello, la manipulación de los sentimientos ajenos en aras de su enriquecimiento personal, a costa de la ruina moral y económica de aquellos a quienes tiene por adversarios, confirman la ausencia de cualquier escrúpulo de índole moral en su personalidad.

La indiferencia ante la muerte en todas sus manifestaciones: descuido de la salud, menosprecio del dolor físico, faltas de respeto a los moribundos, y al fin sus tendencias necrófilas, hacen más patente aún el grave Trastorno de Personalidad y la impiedad del personaje.

Un final muy al gusto del siglo XIX, en el que nuestro héroe muere al fin de una forma inexplicable, sin reconciliarse con Dios para poder seguir en el Infierno a su compañera, es dejado a criterio del lector como máxima prueba de amor o como ejemplo de condenación extrema bajo la imagen de aquellas almas en pena que vagan eternamente por los páramos: “Y, no obstante, ese viejo que está junto al fuego en la cocina, jura que, desde que murió Heathcliff, los ve a el y a Catalina Earnshaw, todas las noches de lluvia siempre que mira por las ventanas de su cuarto”.

 

 

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