PEREZA: TRASTORNO ESQUIZOIDE
El extranjero: Albert Camús
La Escolástica hace mención a la Acedia, que posteriormente se convirtió en Pereza, caracterizándola fundamentalmente por la "tristeza o hastío ante los bienes espirituales y el esfuerzo que implica su consecución".
Posteriormente, la moral burguesa, trata de contraponer más la Pereza con la diligencia y la laboriosidad, como la consideramos actualmente.
Pero, en su formulación clásica se incide en el tedio, la falta de satisfacción a obrar, el abandono de las obligaciones por esta indiferencia y desinterés por todo. La tendencia a ser tibios, flojos, como sin fuerzas para cumplir los deberes para con Dios y para con el prójimo.
Nos parece que esta perspectiva es la que identifica la Pereza con el Trastorno Esquizoide, a partir de este distanciamiento y falta de vibración emocional que se precisa para implicarse en los otros, para comprometerse.
La frialdad afectiva, la falta de sentimientos, de empatía, de indiferencia a los halagos y a las críticas del Esquizoide configuran un modelo de personalidad que a los Escolásticos les pareció alejados de Dios precisamente por su incapacidad de realizar el esfuerzo necesario en el cumplimiento de sus deberes religiosos unido a la imposibilidad de sentir la satisfacción de la comunidad espiritual.
La Acedia preocupaba profundamente a los Escolásticos, puesto que en una sociedad donde la vida contemplativa, especialemente en los monasterios, era privilegiada y aureolada de santidad, no chocaría el individuo que permanece inactivo, retirado, aislado del mundo y sus afanes, siempre que estuviera cerca de Dios.
Es decir, que es interesante hacer notar que supieron diferenciar los Santos Padres la falta de productivida material pero con una adecuada capacidad para ocuparse de los bienes espirítuales, con lo que hoy catalogariamos de sujeto esquizoide en el que hay, en efecto, un aplanamiento afectivo que le impide un compromiso auténtico con Dios.
El extranjero: A. Camús
El Extranjero, desde su título, nos pone en contacto con lo extraño, con lo diferente, con lo que no comprendemos porque es ajeno a nosotros. Es asimismo el relato de un crimen extraño. No en vano, el autor, la incluyó en su ciclo de obras de “lo absurdo”. Pero, ¿qué es lo absurdo, el cómo llega un hombre a ser como Meursault, o la peripecia que lleva a la pena capital a un ser humano cuyo Trastorno de Personalidad le impide realizar el menor esfuerzo para evitarla?.
Meursault es un hombre del que no sabemos nada, ni su edad, ni su lugar de nacimiento, ni siquiera su nombre propio, a pesar de estar escrita la novela en forma autobiográfica; como si él mismo diera por sentado que estos datos son exclusivamente suyos.
Está solo, absolutamente solo, desde las primeras líneas de la novela cuando ha sabido que su madre ha muerto ese día; y sin embargo, sin que esta circunstancia añada nada más a la soledad del personaje.
Porque la soledad de Meursault es realmente un estado nihilista, y está inmersa en una indiferencia absoluta en la que la vida o la muerte son totalmente intercambiables.
Junto a la soledad y el nihilismo de su conciencia, que le impide percibir incluso los más simples momentos placenteros, está la indiferencia, una indiferencia que le lleva a tal estado de no compromiso, de inacción, que acaba finalmente con su condena a muerte por un crimen tan absurdo como su existencia.
El personaje de “El Extranjero” sintetiza pues los rasgos que caracterizan la Personalidad Esquizoide y por otro lado los que definirán el Pecado Capital de la Acidia o Pereza.
Además de su “patrón de desconexión de las relaciones sociales y de restricción de la expresión emocional”, todo esto está teñido de una vivencia de lasitud, tedio y abandono que caracteriza a la pereza.
Nos cuenta que no llora la muerte de su madre, como tampoco había ido a verla al asilo donde ha fallecido por “el esfuerzo de ir al autobús, de tomar los billetes y de hacer dos horas de viaje”. Simplemente no despierta en él ningún sentimiento el hecho de haber tenido alguna vez una familia, no hay recuerdos, aunque sí memoria, no hay sentido de pertenencia, no hay arraigo alguno y le cansa el esfuerzo que supone desplazarse a visitar a su madre, como le cansó su presencia porque no tenían nada que decirse.
Pero tampoco parece afectado por esta incomunicación. Siempre habia sido así entre su madre y él y pronto debió aprender a recubrirse de ese caparazón de indiferencia, que, a la postre, será su sudario.
Nos habla de como pasa un domingo entero en su apartamento, que ha reducido a una única habitación por comodidad y no tener así que ocuparse de un entorno más amplio, con mayores alternativas. Mira desde su ventana mientras transcurren las horas lentas desde la mañana hasta el anochecer, percibiendo el flujo y reflujo de las gentes que gozan de su asueto contemplándolas igual que contempla los cambios de tonalidades de la luz a lo largo del día.
Escucha y ve pasar por su lado la vida de sus vecinos, el viejo, su perro y su relación de amor odio, el señor Raymond, que maltrata a las mujeres; pero no entabla relación de amistad o confianza aunque parece que ellos sí lo desearían, porque tomarse la molestia de tener que sentir algo más que indiferencia por ellos, le resulta excesivo esfuerzo. Registra adecuadamente las actitudes de los otros, escucha las confidencias si se le solicita su atención y esta ahí, sin más.
Entra en la vida de Meursault una mujer, ella es le quiere, quien desea casarse con él aunque percibe su “extrañabilidad”, aunque no sabe cuánto tiempo podrá soportarla; su cuerpo joven responde sexualmente con normalidad, pero sin que se acompañe de la más mínima vibración afectiva; no partirá de él el mantenimiento de esa relación, se deja querer, como se deja vivir. No engaña a su amiga, no le dice jamás que la quiere, pero tampoco la rechaza, sería implicarse demasiado.
Recibe una oferta de trabajo en la que cambiaría su entorno, monótono, por el de la ciudad de París: “Usted es joven y tengo la impresión de que es una vida que le gustará. Dije que sí, pero en el fondo me daba igual” porque realmente su actividad en solitario en el almacén portuario le resulta cómoda. No siente curiosidad por el exterior, parece como si todo a su alrededor fuera tan borroso . en cualquier parte, que no diferirían mucho de un lugar de otro.
Igual de borroso percibe su propio juicio, es un juicio también absurdo, plagado de inexactitudes y apriorismos, en donde se juzga más al hombre que a su conducta; la extrañeza, otra vez, que su personalidad produce a los jueces, es la que condiciona la condena: resulta más imperdonable no tener emociones que haber matado a un hombre.
El mediocre abogado defensor trata inutilmente de arrancarle una expresión de sentimiento, pero Meursault es sincero: “Hubiera querido tratar de explicarles cordialmente, casi con afecto, que yo no había podido lamentar nada verdaderamente”, y es que él se ha conocido siempre así, nunca ha lamentado nada.
Por eso también cumple Meursault las condiciones para ser un gran pecador, para poder acusarse del pecado de Acidia, y como tal impresiona al tribunal de justicia cuando todos los testigos sólo pueden decir de él su insensibilidad, su abulia, su indiferencia, su frialdad.
El fiscal “decía que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que nada humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de los hombres me era accesible” y esto lo dice ante el cúmulo de datos que se aportan sobre su actuación en torno a la muerte de su madre, que parecia que no iba con él, utilizando esa disociación de los afectos tan característica del Esquizoide.
Pero nadie se detiene a valorar cuándo comenzó esa disociación de los afectos, ante una madre a la que percibió tan ajena que tuvo también que alienarse él, ante una madre para quien existió tan poco que no pudo ni tan siquiera odiarle
Meursault se define como ateo, no cree en Dios, pero la cuestión le parece sin importancia como claro ejemplo de su total hastío de los bienes espirituales; dice abiertamente al capellán que “no quería ser ayudado (por Dios) y que me faltaba tiempo para interesarme en lo que no me interesaba”. Pero, ¿qué interesa verdaderamente a Meursault?
La extrañabilidad que impregna toda la novela, podría concretarse al analizar la descripción del absurdo crimen de Meursault, un crimen típicamente Esquizoide por lo desapasionado del mismo, un crimen en el que no hay odio, ni venganza, ni resentimiento. Un crimen que se comete bajo el inmenso poder del sol; la omnipresencia del sol en el relato de este acontecimiento, que marca el punto de inflexión en la vida del protagonista, sería interpretable desde el aspecto de que solamente el sol hace experimentar a Meursault una completa gama de sentimientos: verdaderamente se siente impotente ante una presencia de la que no puede escapar, que le invade, para la que no encuentra refugio, que no le permite el aislamiento que era su habitual mecanismo de defensa. Es esto lo que le hace cometer el asesinato, es la angustia ante una presencia de la que no se puede librar, trasunto de la imagen paterna que no conoció.
La muerte de la madre, que es utilizada en el juicio como elemento definitorio de la personalidad fría y dura de Marsault, no es más que el comienzo de un trayecto en el que se han perdido todas las referencias cuando también ese mismo sol está omnipresente durante el entierro, y es la fuerza del sol, más aún que la muerte de la madre, lo que le desazona y le hace escapar apresuradamente a su refugio doméstico.
Pero es importante hacer notar también que son los disparos que realiza, en un estado casi disociativo, los que le hacen tomar conciencia de que ha roto “el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa donde había sido feliz”.
Tan sólo en estas líneas expresa Meursault la vivencia de felicidad, en un domingo que había compartido con su novia (?) y sus amigos (?), en el que había gozado del mar, de la proximidad del cuerpo de una muchacha, de la comida preparada por sus vecinos. ¿Es qué Meursault teme tomar conciencia de esta felicidad? ¿Teme acaso empezar a sentir y le aterra la posibilidad de ser vulnerable?, ¿o es que si admite que su vida es, tendrá que comenzar a actuar?.
Porque así, con esos cuatro disparos sobre un cuerpo tendido en la arena, levanta de nuevo la imponente barrera que le separa definitivamente del mundo y del amor; ya sólo verá a Marie, la mujer que le amaba, a la inhumana distancia de un locutorio penitenciario.
Y, sin embargo, es en la seguridad de este aislamiento, ahora sí materializado, de su celda en la que puede recomenzar un proceso interno de reconocimiento de sí mismo como existencia a partir de los recuerdos más primarios: “Me asaltaron los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía, pero en la que había encontrado mis alegrías más simples y más tenaces: los olores del verano, el barrio que amaba, cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de Marie”. Es como si pudiera permitirse entonces empezar a vivir, aunque desgraciadamente sea demasiado tarde, porque toma conciencia también de que quiere vivir y ansía ser indultado: “Lo difícil es que había que contener ese impulso de la sangre y del cuerpo que encendía mis ojos de insensata alegría”.
Y al fin, unicamente la seguridad de su propia muerte le proporciona un sentimiento de renacimiento en la comunidad de los otros, y es con esta muerte como recobra la necesidad de la presencia de esos otros aunque sólo sea para sentir su odio: “Para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gestos de odio”.
El odio es pues el único sentimiento que conoce verdaderamente Meursault. El odio que provoca que el Esquizoide se repliegue en sí mismo buscando la seguridad que la hostilidad y frialdad materna no le brindaron.
La omnipresencia de la persecutora figura paterna (¿el sol, Dios?), precipita el acto incomprensible que rompe su ya precario equilibrio, y supone la consumación definitiva de un destino de alejamiento de cualquier vínculo de amor divino o humano.