La Costa Azul francesa acoge mucho más que lujosas y limpias ciudades, donde veranea la crême de la crême, entre opulencia y suntuosidad, entre hoteles, restaurants et boutiques únicas, donde se mueven las personalidades más exclusivas, adineradas y pudientes del mundo de las finanzas, el cine o la aristocracia. La Costa Azul es mucho más que Mónaco, principado-paraíso fiscal que alberga a los controvertidos y rosados Grimaldi; Cannes, ese Hollywood del Meditarráneo revestido de alfombras rojas y fastuosidad; o Niza o Marsella, que representan la industrialización de la Provenza, de gran actividad portuaria y nudo de comunicaciones con su vecina Italia.
Todo este tramo costero esconde, en su retaguardia montañosa, un rosario de pintorescas poblaciones forjadas a través de siglos de cultura mediterránea, que, consolidadas en tiempos medievales, mantienen la idílica estética que tanto atrajo a la vanguardia creativa de principios de siglo. Hablamos del encalve situado entre el margen este del Rodano y las costas nordoccidentales del Mediterráneo: hablamos de la Provenza. Hoy, marcada por huellas de célebres pintores, escultores, escritores y cineastas, suponen el contrapunto perfecto al glamour de la Riviera francesa.
Impregnadas de tradiciones culturales y encaramadas a los salientes rocosos, las pequeñas poblaciones campesinas apiñaron sus casas en torno a los campanarios de discretas iglesias y conventos góticos, impasibles ante el privilegio de sus amplias vistas. Aquella dificultad inicial para expandirse sobre las empinadas laderas ha funcionado como una suerte de encantamiento que detuvo el tiempo y preservó esas bucólicas estampas que los artistas de la belle époque descubrieron entusiasmados. Encantadoras y pintorescas resultan las villas de Eze, Peillon, Sainte-Agnès y Gourdon, todas ellas fortificadas con impresionantes murallas medievales que salvaguardaban la riqueza visual, la paz y la hermosura de los lugares que gozan de los privilegios de situarse en lindos campos, a medio camino entre el mar y la montaña.
Un espectáculo para los cinco sentidos. Bandadas de flamingos y gorriones sobrevuelan un cielo azul celeste, que torna en tonos ocres al atardecer, mientras proporcionan una relajante banda sonora a este lugar, en el que predomina el verde intenso de su flora y los tonos malvas y rojizos de sus hermosos jardines. Efluvios de fragancias a lavanda, brezo, romero y tomillo perfuman este agreste ambiente, de una belleza sin parangón, donde las huertas, los viñedos, los olivos, las higueras, los castaños y los prados, que sirven de sustento a cabras y ovejas, además de cobijar panales de abejas, muy afanosas en fabricar una miel de exquisita pureza; brindan un entorno de excepción para que se geste una de las ramas más deliciosas de la gastronomía mediterránea. Tomates aderezados con ajo y aceite de oliva, tostados en el horno son el acompañamiento habitual de los estofados de carne aromatizada; que también pueden verse enriquecidos con una variada tabla de quesos y un delicado vino rosado.
No es de extrañar que durante la primera mitad del siglo, surgieran infinitas historias de amor entre artistas, como Picasso, Van Gogh, Cezanne, Sastre, que sucumbieron ante los encantos de las apacibles poblaciones y el resplandor de su luz especial. El buen clima, el bucólico entorno, las cautivadoras fragancias y la proximidad de la selecta Costa Azul enriquecen notablemente el decorado. Y tal vez en ello resida precisamente la clave oculta del incuestionable magnetismo que ejerce el interior inmediato de la Riviera. Más aún si consideramos que estas agrestes laderas, cuajadas de pueblecitos medievales, aparecen como el verdadero contrapunto perfecto a la renombrada costa, un complemento cultural, cargado de historia y de tradiciones, que añade a los consabidos lujos marítimos el contacto con las piedras milenarias. Para muchos es precisamente este continuo ir y venir entre el glamour de sus playas y la poesía de la montaña lo que fascina tanto hoy como ayer.
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