Majestuosamente, el regordete Buck Mulligan descendió por las escaleras sosteniendo un bol de espuma en el cual se apoyaban entrecruzados un espejo y una cuchilla de afeitar. Un batín amarillo, desatado, se sostenía suavemente tras él con la suave brisa matinal. Levantó el tazón, y entonó:

 

-- Introibo ad altare Dei.

Parado, se asomó por las oscuras escaleras de caracol y gritó toscamente:

 

-- ¡Sube, Kinch! ¡Que subas, cobarde jesuita!

 

Avanzó solemnemente y se subió a la cureña redonda. Se dio la vuelta y bendijo solemnemente tres veces la torre, las tierras de los alrededores y las montañas en su despertar. Entonces, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y persignó el aire con rápidas cruces, gorjeando y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, disgustado y soñoliento, apoyó los brazos en lo alto de la escalera y miró fríamente a la temblorosa cara gorjeante que le bendecía, de rasgos equinos, y al escaso pelo sin tonsurar, con vetas de color roble pálido.

 

Buck Mulligan fisgoneó por debajo del espejo y después cubrió el cuenco con delicadeza.

 

-         ¡Vuelvan a sus barracones! Dijo con severidad.

 

Añadió en tono de predicador:

 

- Pues esto, bien amados, es la genuina Cristina: cuerpo, y alma, y sangre y heridas. Música lenta por favor. Cierren los ojos, señores. Un momento. Hay un cierto problema con esos corpúsculos blancos. Silencio, todos.

 

Miró de reojo hacia arriba y emitió un largo y lento silbido de llamada, luego paró y escuchó embelesado, sus igualados dientes blancos brillando aquí y allá con puntos dorados. Crisóstomo. Dos fuertes y estridentes silbidos respondieron a través de la calma.

 

-         Gracias, viejo, gritó enérgicamente. Ya es suficiente. Corta la corriente, quieres?

 

Saltó de la cureña y miró gravemente a su espectador, recogiendo sobre sus piernas los pliegues sueltos de su bata. Su triste y rolliza cara y su ovalada papada recordaban a la de un prelado mecenas de arte de la edad media. Una agradable sonrisa se dibujaba suavemente en sus labios.

 

-- ¡Qué burla! -dijo alegremente- ¡Qué absurdo es tu nombre, el de un antiguo griego!

 

Le señaló bromeando y se acercó al parapeto, riendo para si mismo. Stephen Dedalus, harto, subió, lo siguió un trozo y se sentó en el borde de la cureña, observando como apoyaba el espejo en el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba las mejillas y el cuello.

Y la alegre voz de Buck Mulligan continuó:

-- Mi nombre también es absurdo: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero tiene un bonito toque helénico, ¿verdad? Alegre y excitante como el macho cabrío. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás conmigo si consigo soltarle veinte talegos a mi tía?

Dejó la brocha a un lado y, riéndose deleitado gritó:

--¿Vendrá o no vendrá? ¡Ay, este insípido jesuita!

Y empezó a afeitarse con cuidado.

-- Dime, Mulligan- dijo Stephen suavemente.

-- ¿Sí, amor mío?

-- ¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre?

Buck Mulligan mostró la mejilla afeitada por encima de su hombro derecho.

 --Dios, ¿a que es espantoso?- dijo con franqueza- un Sajón muy pesado. Opina que no eres un caballero. Dios, ¡dichosos ingleses! ¡Forrados hasta la indigestión! Porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, realmente tienes las maneras de Oxford. No logra entenderte. Ah, mi nombre para tí es el mejor: Kinch, el filo del cuchillo.

Se afeitó la barbilla con cautela.

--Estuvo toda la noche flipando con una pantera negra- dijo Stephen- ¿dónde está la funda de su pistola?

 -- ¡Un lunático lamentable!-dijo Mulligan- ¿tenías miedo?

--¡Claro!- dijo Stephen con energía y cada vez más miedo. Aquí fuera en la oscuridad con un hombre que no conozco flipando y quejándose por pegar un tiro a una pantera negra. Tú has salvado a gente a punto de ahogarse, pero yo no soy un héroe. Si él continúa aquí, yo me voy.

Buck Mulligan frunció el ceño al ver la espuma en su cuchilla de afeitar. Se bajó del parapeto y empezó a buscar a toda prisa en los bolsillos de sus pantalones.

--¡Venga!—gritó.

Se acercó a la cureña y, clavando una mano en el bolsillo superior de Stephen, dijo:

--Préstame un trozo de tu naritrapo para limpiar mi cuchilla.

Stephen aguantó que le sacara un sucio y arrugado pañuelo y que lo exhibiera sujetándolo por una esquina. Buck Mulligan limpió la cuchilla con esmero. Luego, mirando el pañuelo, dijo:

--¡El naritrapo del bardo! Un nuevo color artístico para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se puede saborear, ¿verdad?

Volvió a subirse al parapeto y miró sobre la bahía de Dublín, sus claros cabellos roble pálido agitándose ligeramente.

--¡Dios!-- dijo suavemente-- ¿no es el mar, tal y como lo llama Algy, una gran dulce madre? El mar verdemoco. El mar aprietaescrotos. Epi oinopa ponton. ¡Ah, Dédalo, los griegos! Debo enseñarte. Tienes que leerlos en la version original. Thalatta! Thalatta! Ella es nuestra gran dulce madre. Ven a verla.

 

 

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Academic year 2007/2008
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