Y colorín colorado, este cuento se ha acabado

por Maica Grau

Érase una vez, un tiempo en el que todas las noches un libro era leído o un cuento era contado. Y leer era sinónimo de ser inteligente y adquirir cultura y no de ser alguien raro, un aburrido que no tiene amigos ni vida social. Pero ese tiempo queda de nuestros días un poco alejado. El único ápice de lectura que se puede observar en nuestra sociedad hoy en día es el que realizan los adultos que, en el tiempo anteriormente recordado, eran niños a los que sus padres les leían un cuento antes de dormir. Esto lo veo yo constantemente en mis innumerables viajes en tren. En este medio de transporte las personas pasan mucho tiempo al día y aprovechan para hacer lo que les gusta, o lo que no tienen tiempo luego de hacer. Se pueden ver muchos adultos haciendo gala de su buen gusto literario, otros cuyo gusto, a mi entender, no es tan bueno pero que al menos ejercitan su mente, otros adultos leyendo frenéticamente el periódico del día, etc. Y luego está la gente joven, escuchando sus mp3 y mp4 (hasta que salga el mp5), aprovechando para echar una cabezadita (aunque esto muchísimos adultos también lo hacen), únicamente mirando al vacío por la ventana, porque no les apetece hacer nada o se han dejado el mp3 en casa, o también está algún rarito que aprovecha el trayecto para leer algún best seller o algún libro que le han mandado en la universidad. Esto es así. La sociedad (sobre todo el sector juvenil) se ha vuelto muy práctica y no hace nada más que lo estrictamente mandado. Y lo que manda en este momento es la ley del mínimo esfuerzo. Y leer es un máximo esfuerzo. Además, en la educación escolar tampoco se potencia mucho la literatura y, como decía Eduardo Alonso allá por el año 2003, “como en la selectividad no se pide literatura, (los estudiantes) no tienen ni idea de Blasco Ibáñez, de Machado, de Espriu”. Claro, como eso no lo mandan, no lo aprenden. En nuestro tiempo triunfa el perfil de Homer Simpson. Un hombre que sin esfuerzo ninguno, triunfa en la vida, al menos a su manera, ya que consigue lo que quiere: acabar pronto del trabajo, en el que además no hace nada, para que le dé tiempo a irse al bar de Moe a tomarse una Duff. De hecho, hubo un capítulo de estos dibujos animados en el que se refleja perfectamente el funcionamiento de nuestra sociedad. Le descubrieron un lápiz que le estaba perforando el cerebro y ese era el motivo de que fuese tan “poco inteligente”. Cuando se lo quitaron, se volvió listo de repente, entendía todo lo que ponían en los libros y de hecho le gustaba leerlos. Pero socialmente, perdió a todos sus amigos porque era demasiado inteligente, les chafaba el final de algunas películas o no compartía lo que a sus amigos le gustaba, que solía ser alguna actividad absurda. Le prohibían la entrada a determinados locales y lo trataban como a un rarito. Así que decidió volver a colocarse el lápiz. Por todo ello, las personas que decidan enriquecerse culturalmente tendrán que hacerlo como proponía Juan José Millás, “leyendo clandestinamente”, y, al salir a la calle, colocarse el lápiz en el cerebro de nuevo. Ese parece el único modo de ser felices y comer perdices.

 


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