Artículos sobre Thomas De Quincey
THOMAS DE QUINCEY, EL VISIONARIOPor Andrés Barba
"La máquina de soñar plantada en el cerebro
humano no se plantó para nada"
Thomas De QuinceySi las naturalezas groseras y abotargadas por un trabajo diario sin encanto podían, según un farmacéutico inglés de finales del s. XVIII, encontrar innumerables consuelos en los efectos ensoñadores del opio, ¿cuál sería el efecto de esta droga clarividente sobre un espíritu sutil y letrado, sobre una imaginación ardiente y cultivada, sobre todo si había sido -como era el caso- prematuramente trabajada por el fertilizante del dolor?
Escritor de escritores, como le denominó Borges, Thomas de Quincey, autor de joyas tan memorables como Confesiones de un inglés comedor de opio y Suspiria de profundis, no sólo fue el primero que trató, desde el punto de vista literario y con plena conciencia de obra artística, la formación de los sueños y las visiones sino que les dio (y aquí la clarividencia que escapa a su siglo es patente) el poder de una nueva forma de conocimiento, quizá la única, para llegar a lo sublime. Hijo de su tiempo, encandilado desde su más temprana infancia de niño prodigio con los filósofos alemanes, con Wordsworth y Coleridge (a quienes amó y odió de la única manera que sabía, impetuosamente), con la novela gótica y con las alambicadas frases de Milton y Tito Livio, De Quincey defendió una visión del sueño que poco tenía que ver con lo hecho anteriormente pero que era el vástago inevitable de una inteligencia refinada y opiómana -y una época, la romántica- que hermanaba filosofía y religión con terror y melancolía, alucinaciones a media noche y pasadizos con sesudas y documentadas exposiciones de psicología y moral.
A mediados de 1817 ya le había llegado a nuestro autor el castigo -lento y terrible- del comedor de opio. Los sueños de la noche empezaron a participar de los sueños del día y todo lo que su mirada evocaba en las tinieblas se reproducía en su sueño con un inquietante e insoportable esplendor. Tumbado, aunque despierto, magníficas procesiones lúgubres desfilaban ante sus ojos; edificios antiguos y solemnes se elevaban interminablemente. Midas transformaba en oro todo cuanto tocaba y se sentía martirizado por este irónico privilegio. De igual forma De Quincey transformaba en inevitables realidades todos los objetos de sus ensueños y aquella fantasmagoría, por muy bella que fuera en apariencia, iba acompañada de una angustia profunda y de una sombría melancolía. Las percepciones de espacio y tiempo se expandieron hasta el infinito y las anécdotas más vulgares de su niñez, escenas olvidadas desde hacía tiempo, se reprodujeron en su cerebro cobrando nueva vida. El agua se convirtió en algo obsesivo. Los transparentes lagos al principio, brillantes como espejos, se convirtieron en mares y océanos y aquellas alucinantes acumulaciones de agua se transformaron en un terrible tormento sobre el que se manifestó lo que después llamaría la tiranía del rostro humano: "Entonces, sobre las ondulantes aguas del océano empezó a aparecer la cara del hombre; el mar se me mostró cubierto de innumerables cabezas que miraban al cielo; rostros furiosos, suplicantes, desesperados, se pusieron a bailar sobre la superficie, a miles, a millares, generaciones y siglos enteros; mi agitación se hizo infinita y mi espíritu se abalanzó y se echó a rodar como las olas del océano".
Llegó, pues, el momento en que ya no era el hombre el que evocaba a las imágenes sino que las imágenes, espontánea y despóticamente, le invadían. Su voluntad, aniquilada por el opio, carecía de fuerza para dominarlas. La memoria poética, antes fuente de placeres, se había convertido en un arsenal inagotable de instrumentos para el suplicio.
El tema del miedo siempre atrajo como canto de sirena a la imaginación romántica, pero no es exactamente miedo lo que produce la lectura de las alucinaciones provocadas por el opio en Thomas De Quincey, sino más bien inquietud, desasosiego. Algo que, por otra parte, resulta mucho más acorde con la figura de un hombre que definía su estado habitual como de "profunda melancolía". La mayoría de los objetos de los sueños de De Quincey no son intrínsecamente horrendos (pagodas, anémonas, rosas blancas, mares tropicales) pero aquí son tratados como imágenes de terror precisamente por su lucidez, por su adanismo. Nunca hay placer ni consuelo y a ello contribuye la capacidad del opio para intensificar el sentido de no-paso-del-tiempo, o ausencia temporal, y para la representación vivísima de imágenes concretas hasta la pura abstracción. Normalmente los sueños no tienen ni tal intensidad ni tal coherencia pero el opio les daba la suficiente como para que pudieran ser empleados como materia de creación artística y De Quincey, que acudió a esta droga en su juventud como consuelo a unos desajustes intestinales y a una úlcera provocada por el hambre y que, penosamente, estuvo toda su vida intentando zafarse de aquel hábito en el que recaía frecuentemente por sus dolores físicos, acabó viviendo en un estado en el que sueño y vigilia se fundían y confundían. Margaret Simpson, su esposa, decía de él que "sus ojos febriles al despertar -si es que dormía, si es que de verdad despertaba- eran los de alguien que había estado en el infierno. Saltaba del lecho entre convulsiones y exclamaba en voz alta: ¡No! ¡No quiero dormir más!". Lo que nos hace suponer, como el mismo De Quincey reconoce en Suspiria de Profundis -la segunda parte de sus famosas Confesiones de un inglés comedor de opio- que el autor escribía sobre sus sueños en estado actual de sueño y, al mismo tiempo, de vigilia, plenamente consciente.
Un hombre de estas características, que además consideraba el estilo una forma de arte capaz de proporcionar placer estético en sí mismo, debió de verse en más de un aprieto para dar a su prosa un tono personal cuando era tan ingente y variada la temática que se veía obligado a tratar. Él mismo aclara que los dos objetivos más profundos de su estilo eran hacer, por un lado, inteligible algo que, como la alucinación, ya era de por sí oscuro y difícil y, por otra parte, regenerar el poder primitivo de la imagen tal y como era presentada bajo los efectos del opio, es decir, desnuda, reducida casi a su más esquemática (y terrible) simplicidad. El fruto de su esfuerzo fue una revolución de la prosa de dimensiones semejantes a las de Wordsworth y Coleridge en poesía. Nadie como De Quincey para saltar de un tema a otro sin que el lector se moleste. La frase, considerada como "unidad musical", como "forma de música verbal", de arquitectura casi gótica por sus continuos entrantes y salientes, se adapta con maestría de efectos retóricos, tan pronto a la simpatía como a la seriedad argumental, al sarcasmo e incluso a la más desgarradora angustia. Y no es que De Quincey tenga una temática muy distinta de la de sus coetáneos. La imagen, por poner un ejemplo, de la ciudad sumergida que trata en los suspiria y en Savannah-la-mar aparece también Shelley (Marianne´s dream) en Tennyson (Sea dreams) e incluso en Poe (House of Usher). Lo que le distingue es la huella inconfundible de un estilo cuyas fuentes abarcan desde Tito Livio, pasando por los grandes del XVII inglés (Jeremy Taylor, sir Thomas Brown, Milton) hasta Paul Richter, por quien siempre profirió una admiración sin límites, pero asumiendo sus cualidades significativas y confluyendo en una voz personalísima que fue aclamada, ya en sus días, como una de las más elocuentes del siglo. Quien se acerque a los libros de este alucinado inglés buscando la desgarradora voz de un hombre que conoció el infierno (y el paraíso) del opio quedará satisfecho pero no lo quedará menos el que anhele encontrar una refinada narrativa, digna (con perdón del anacronismo) del mejor Proust. El sentido de la musicalidad y del ritmo adquieren en la prosa de De Quincey, proporciones monumentales. De hecho no existe ni una sola aliteración en ninguna de sus páginas. Añádase a esto un vocabulario de dimensión enciclopédica, un tono capaz de cabalgar entre la dignidad formalista más anglosajona, la ironía, la condescendencia y un sarcasmo que hizo desearselas a más de un coetáneo suyo y se tendrá una idea aproximada de la obra de este genial inglés. Se ha dicho de De Quincey que no era capaz de inventar personajes, que tenía una capacidad mermada para la ficción. Quienes tal afirman basándose (con, ahora sí, mermada inteligencia) en la opinión de que el poder de la originalidad, o de la invención, radica en la ficcionalidad todavía no han comprendido que los textos de De Quincey se apoyan en una verdad real (un acontecimiento, un personaje) para contarnos otra verdad distinta, la suya, una "verdad sospechosa" lo que, según Alfonso Reyes, es una buena definición de literatura. Por otra parte sería injusto reducir a Thomas De Quincey como al autor de Las confesiones. Algunas obras humorísticas suyas como El asesinato considerado como una de las bellas artes se leen todavía con grandísimo placer, lo que demuestra que tampoco en este género todo es perdurable ni efímero. Maravillosas son también las Remembranzas de los poetas lakistas en las que despliega su capacidad de análisis para mostrarnos los verdaderos rostros de Coleridge, a quien acusa de plagiario e insensible a los dolores ajenos, y de un Wordsworth ególatra y despótico, acompañados de sus mujeres a las que, entre otras lindezas, tacha de histéricas de pinta asexuada. Ni unos ni otras son enteramente reales pero describen bien (y con excelente prosa) los vaivenes de un corazón sensible que peregrinó desde la adoración y casi humillante adulación juvenil hacia ellos hasta la desilusión madura por los entresijos de su panorama cultural y de quienes lo poblaban. También los personajes y acontecimientos históricos (son destacables Los últimos días de Kant y La rebelión de los tártaros) despertaron la pluma de De Quincey pero al final, siempre retorna sobre el opio, esa sensibilidad que fue para él fuente de una incurable melancolía por la conciencia que le dio del hombre y del mundo. "Puedo mirar a la muerte, ya de frente y sin estremecerme, porque sé qué es la vida humana". Dice al final de los estremecedores Suspiria de profundis. Que lo repita quien pueda.
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