CAPITULO X
Capitulo X
Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y
330. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió
visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de
púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo,
majestuoso.
-¡Ah, -exclamó el rey al divisar al principito-, aquí tenemos un
súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me
reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo
está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
-Aproxímate para
que te vea mejor -le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de
alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado
totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como
estaba cansado, bostezó.
-La etiqueta no permite bostezar en presencia
del rey -le dijo el monarca-. Te lo prohibo.
-No he podido evitarlo
-respondió el principito muy confuso-, he hecho un viaje muy largo y apenas he
dormido...
-Entonces -le dijo el rey- te ordeno que bosteces. Hace años que
no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza
otra vez, te lo ordeno!
-Me da vergüenza... ya no tengo ganas... -dijo el
principito enrojeciendo.
-¡Hum, hum! -respondió el rey-. ¡Bueno! Te ordeno
tan pronto que bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a
que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy
bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara -decía
frecuentemente-, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y
el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino
mía".
-¿Puedo sentarme? -preguntó tímidamente el principito.
-Te
ordeno sentarte -le respondió el rey-, recogiendo majestuosamente un faldón de
su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era
tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel
rey.
-Señor -le dijo-, perdóneme si le pregunto...
-Te ordeno que me
preguntes -se apresuró a decir el rey.
-Señor. . . ¿sobre qué ejerce su
poder?
-Sobre todo -contestó el rey con gran ingenuidad.
-¿Sobre
todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros
planetas y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? -volvió a preguntar el
principito.
-Sobre todo eso. . . -respondió el rey.
No era sólo un
monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
-¿Y las estrellas le
obedecen?
-¡Naturalmente! -le dijo el rey-. Y obedecen enseguida, pues yo no
tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al
principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido
asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o
incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla.
Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se
atrevió a solicitar una gracia al rey:
-Me gustaría ver una puesta de
sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
-Si yo le diera a un
general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una
tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden
recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?
-La culpa sería de usted -le
dijo el principito con firmeza.
-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno,
lo que cada uno puede dar -continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada
en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la
revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son
razonables.
-¿Entonces mi puesta de sol? -recordó el principito, que jamás
olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.
-Tendrás tu puesta de
sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las
condiciones sean favorables.
-¿Y cuándo será eso?
-¡Ejem, ejem! -le
respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario-, ¡ejem, ejem!
será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me
obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y
además se estaba aburriendo ya un poco.
-Ya no tengo nada que hacer aquí
-le dijo al rey-. Me voy.
-No partas -le respondió el rey que se sentía muy
orgulloso de tener un súbdito-, no te vayas y te hago ministro.
-¿Ministro de
qué?
-¡De... de justicia!
-¡Pero si aquí no hay nadie a quien
juzgar!
-Eso no se sabe -le dijo el rey-. Nunca he recorrido todo mi reino.
Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una
carroza...
-¡Oh! Pero yo ya he visto. . . -dijo el principito que se inclinó
para echar una ojeada al otro lado del planeta-. Allá abajo no hay nadie
tampoco. .
-Te juzgarás a ti mismo -le respondió el rey-. Es lo más difícil.
Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues
juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
-Yo puedo juzgarme a mí
mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
-¡Ejem, ejem!
Creo -dijo el rey- que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la
oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de
vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio
para conservarla, ya que no hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a
muerte a nadie -dijo el principito-. Creo que me voy a marchar.
-No -dijo el
rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no
quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
-Si Vuestra Majestad deseara ser
obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por
ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son
favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló
primero y con un suspiro emprendió la marcha.
-¡Te nombro mi embajador!
-se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las
personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para sí mismo durante
el viaje.
CAPITULO
IX - INDICE
- CAPITULO
XI