JOSEPH CONRAD
El Joseph Conrad niño imaginaba cada noche, antes de coinciliar el sueño que era un pirata. Subía en un bergantín de velas grises y surcaba los mares. Una vez creció, se convirtió en un hombre al que no le gustaba perder el tiempo, así metió en un frasco unos suspiros de brisa polaca y se fue. Se hizo mercante marino y cruzó los mares como siempre soñó. El barco que llevaba, como no era tan maravilloso como aquel bergantín de ensueño, se estropeó un día en el puerto de Málaga, y, como la reparación iba para largo, sus comerciantes se dedicaron a visitar la península.
Ya llevaba Conrad más de cinco meses rondando por la Mancha. Pasaba el tiempo sentado en la barra de la venta, charlando a veces, escribiendo críticas literarias otras, hasta que llegó a sus oídos las peripecias de buen Don Quijote. “Intuyo una buena crítica”, pensó- Así que, se montó en el primer caballo que vio, y tomó el primer camino que se le antojó. “