Conrad no sabía muy bien donde estaba, pero confiaba en el caballo. Éste que no era caballo sino yegua, había conocido en la venta donde Don Quijote se armó caballero a Rocinante, así que le llevó, por interés particular, hasta donde el Caballero de la Triste Figura se encontraba. Cuando llegaron presenció cómo éste platicaba exaltado con un canónigo que lo miraba poco convencido. Sancho, en segundo plano, abrazado al jumento, estaba preparado por si debía defender a su amo en aquella disputa dialéctica. Conrad quedó prendado del discurso de Don Quijote, pues, no había presenciado nada igual desde que era pequeño e imaginaba con ser un pirata valiente, libre y sincero consigo mismo.
- De mí sé decir- decía Don Quijote- que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra: que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido; sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado.