Anduvo Denevi durante días y días, hasta que una mañana se topó con un gracioso hombrecillo montado en un borrico que le pidió vino.
-¿Cómo se llama, buen hombre?- le preguntó Denevi.
-Soy Sancho Panza, futuro gobernador de ínsulas y leal escudero del gran caballero andante Don Quijote de la Mancha.
Denevi saltó de alegría.
-¿Y dónde está vuestro amo? ¿Qué hacéis separado de él?
-Vengo a darle una carta a su muy amada doncella Dulcinea del Toboso, mientras él hace penitencia de amor allá en lo alto, en Sierra Morena.
Denevi montó apresurado en su mula de alquiler y galopó veloz hacia Sierra Morena. Lo que allí vio, no hay palabras que lo describan... hasta qué punto un hombre pierde el juicio por su dama...
Don Quijote se rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse; y así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, en alabanza de Dulcinea.