Marco Denevi estuvo más de tres horas observando a Don Quijote que no paraba de fantasear de un lado para otro, evocando su amor por Dulcinea. “¿Estaría ella comportándose como él?”, se preguntaba Denevi continuamente. El escritor pensaba que ese amorío medieval fruto de la locura de un lector empedernido  no podía ser tan fuerte si sólo fuera Don Quijote el enamorado. Estaba convencido que esa tal Dulcinea debía de amarlo también, y que en el Toboso los actos de su locura amorosa serían el único tema de conversación. Así, imaginando, imaginando, el argentino llegó a un arroyo donde decidío escribir no sobre el caballero andante, sino sobre su enamorada, Dulcinea del Toboso.

Gaceta de Buenos AiresLeyó tantas novelas que terminó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso (en realidad se llamaba Aldonza Lorenzo), se creía princesa (era hija de aldeanos), se imaginaba joven y hermosa (tenía cuarenta años y la cara picada de viruelas). Finalmente se inventó un enamorado al que le dio el nombre de don Quijote de la Mancha.

Decía que don Quijote había partido hacia remotos reinos en busca de aventuras y peligros, tanto como para hacer méritos y, a la vuelta, poder casarse con una dama de tanto copete como ella. Se pasaba todo el tiempo asomada a la ventana esperando el regreso del inexistente caballero. Alonso Quijano, un pobre diablo que la amaba, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas que Dulcinea atribuía a su galán. Cuando, seguro del éxito de su estratagema, volvió al Toboso, Dulcinea había muerto.

Dulcinea del Toboso, cuento.

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