Kafka vislumbró, a la sombra de un alcornoque a dos hombrecillos que almorzaban. Más retirados, había dos hombres vestidos de cabelleros andantes que recitaban sus hazañas. Uno de ellos era Don Quijote y el otro, según lo que escuchó, era un tal Caballero del Bosque cuya identidad era todavía secreta. El Caballero del Bosque no le causó buena impresión así que se dirigió a la sombra del alcornoque con los escuderos. Kafka vio en Sancho una actitud compleja, muy compleja. “Es una miscelánea de ingenuidad, interés, lealtad que alcanza la simpatía”, se dijo para sí. Así que no dudó en sentarse con los plebeyos y comer algo.

 

 

 -Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa misma razón podía echar vuesa merced a mí y a mis hijos y a mi mujer toda una putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son extremos dignos de semejantes alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero.

Diario de Kafka