Segundo final

Para abreviar, el profesor De Magistris explicó de qué se trataba.

—Y sobre todo —dijo—, ni una palabra a nadie. La vida de Rinaldo está en peligro.

—¡Misericordia! ¿Y por qué?

—El porqué está claro: el superpoder que tiene puede ser fuente de incalculables riquezas. Si se supiera por ahí, a saber cuántos maleantes intentarán apoderarse de Rinaldo para aprovecharse de su don.

—¡Misericordia y otra vez misericordia!

Tía y sobrino juraron no abrir la boca.

—Mañana —dijo el profesor despidiéndose— decidiremos lo que hay que hacer.

—Mañana.

Pero hay que decir que aquel De Magistris llevaba una doble vida: de día era un profesor de pensión, de noche el jefe de una banda de ladrones que desvalijaba bancos en toda Europa. De Magistris telefoneó a sus hombres, hizo raptar a Rinaldo, le obligó a decir la palabra «oro» hasta que llenó diez autotrenes con remolque. Luego se montó en el primer autotren, hizo sonar el claxon y andando. Nadie ha vuelto a verle. Pero mientras tanto Rinaldo se había cansado tanto repitiendo la palabra «oro» que se quedó sin voz. Cuando la recuperó, había perdido el don. Pero la tía Rosa pudo ganar algo vendiendo todas aquellas bicicletas, despertadores, sandías, etc.

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