El teatro del siglo XXI: continuidad y
evolución
respecto al del
siglo pasado
En Matemáticas existen varios procedimientos para conocer el futuro de un determinado proceso a partir de los datos que se tienen en un determinado momento. Uno de esos métodos es la interpolación polinómica. Tiene, sin embargo, un problema grave: aunque durante un tiempo parece comportarse de acuerdo a la realidad, después es casi imposible predecir adónde conduce. Sucede aquí algo semejante: no podemos esperar predecir el futuro a partir de los datos que conocemos y pretender no equivocarnos. No podemos hacer “interpolación teatral”, y es seguro que aun cuando nuestros planteamientos se cumplan para un tiempo cercano, se separarán de la realidad a largo plazo. Este trabajo es precisamente un intento de adivinar distintos aspectos del teatro que vendrá este siglo a partir del estado del teatro durante y a finales del siglo anterior.
Por un lado, hemos de tener en cuenta que el cambio de siglo no es más que una fecha simbólica, y que necesariamente, el teatro en la primera década del siglo XXI se parecerá más al de la última del XX que éste al de los años 20, por ejemplo. En este sentido, podemos esperar que durante un tiempo, haya una tendencia continuista respecto a lo ya conocido. Entonces, veamos qué puede continuar. Si, como vimos en el trabajo anterior, la característica fundamental del teatro del siglo XX ha sido la innovación y la necesidad de deshacerse del encorsetamiento temático y formal victoriano, sería de esperar que el teatro del futuro sea también innovador.
La innovación se vuelve cada vez más difícil debido a ella misma. Es poco probable encontrar temas o motivos que ningún dramaturgo haya tratado con anterioridad. Una vez dados por superados los tabús de la violencia y el sexo, ¿qué queda? Otros temas, como la homosexualidad ya han sido tratados con éxito en el teatro inglés (Beautiful Thing, Jonathan Harvey, 1993; What’s wrong with angry?, Patrick Wilde, 1993). La actualización de temas universales es un proceso constante en el teatro, pero deberíamos plantearnos hasta qué punto puede seguir siendo innovadora. Una solución para todo ello, que también se viene viendo desde hace tiempo, es que los autores teatrales tomen como tema de sus obras un hecho de actualidad. El problema que a su vez acarrea esta solución está claro: ¿seguirá teniendo vigencia una obra sobre un problema concreto de un momento concreto una vez pasado el tiempo? Sólo los mejores escritores logran hacer universal un asunto de actualidad en su tiempo. Pero, igualmente, también es de suponer que el siglo XXI dé autores teatrales universales.
El otro aspecto de la innovación de la que hablábamos es el formal. De nuevo, únicamente directores de escena muy buenos encontrarán la forma de sorprender a un público que casi ha visto de todo. Resulta relativamente sencillo, una vez que alguien ha encontrado una fórmula sorprendente, buscar puestas en escena similares y aun así, originales. Pero cuando hemos visto en escena obras que mezclan el cine, la música y la literatura, pantallas gigantes y globos de discoteca, o representar a Shakespeare sobre un escenario vacío, se vuelve complicado realizar una puesta en escena que no produzca la impresión de haber visto ya algo parecido.
Tradicionalmente, cada corriente literaria ha buscado deliberadamente ir en contra de la anterior. La aparición de tendencias teatrales que deseen apartarse del teatro del siglo XX sería también un hecho normal. La dirección en la que ese nuevo teatro se dirigiría para cambiar por completo las tendencias actuales sí es ya totalmente imprevisible. No obstante, si tenemos en cuenta las posibles limitaciones a la capacidad de innovación expuestas arriba, tal vez la respuesta del siglo XXI al teatro del siglo XX sea una vuelta a las formas clásicas. No resulta nada raro escuchar en un teatro a gente quejándose de la excesiva “modernidad” de una puesta en escena. De hecho, a menudo el afán de actualizar una obra lleva al director de escena a planteamientos anacrónicos, en los que el texto y su puesta en escena entran en un conflicto que sólo redunda en el fracaso de la obra.
El siglo XX ha sido de muchas formas muy consciente de sí mismo. En sus últimos años ha sido capaz de mirar atrás y hacer balance. Es algo que se aprecia, por ejemplo, en la aparición de sus iconos: desde Marilyn Monroe o Gandhi a Auschwitz o, en el terreno del teatro inglés, Laurence Olivier interpretando Hamlet. Esta autoconsciencia ha conducido a que un tema recurrente en el teatro y en general el arte contemporáneo sea él mismo. Es algo que se puede comprobar fácilmente, por ejemplo, en las obras de Tom Stoppard.
Por ello, una característica que probablemente tendrá el teatro en los próximos años será la de imitar, parodiar y en general, referenciar esos iconos de los que hablábamos. Es algo que no se limita al teatro. El cine actual también busca cada vez más esas referencias que sirven como guiño al espectador conocedor.
Si algo puede marcar de forma más definitiva el teatro venidero es el reto de su supervivencia. Con un público cada vez más reducido, salas casi vacías y sobre todo, producciones que no resultan rentables, el teatro puede afrontar en el siglo XXI la amenaza a su propia existencia como espectáculo habitual en las ciudades.
Un primer paso esencial para mejorar la situación teatral es el de cambiar la visión que se tiene del teatro como algo elitista. Lograr hacer llegar a un sector amplio de la población buenas producciones que gusten a la mayoría sería un buen comienzo. Si un día la gente pensara “¿Por qué no vamos al teatro?” con la misma naturalidad con la que piensa “¿Por qué no vamos al cine?”, se habría dado un paso de gigante.
Una puesta en escena que resulta rentable, o aun posible gracias a las subvenciones que recibe, es una puesta en escena fallida. Si productores, actores o técnicos no reciben su salario de un público que paga porque desea ver su trabajo, entonces el teatro es como un enfermo terminal conectado a la máquina que lo mantiene con vida, pero sin ser capaz de valerse por sí mismo.
Lo que de verdad sería necesario sería resucitarlo por completo, no mantenerlo en agonía. Un buen método: la publicidad. Si las obras y sus actores lograran una publicidad de difusión muy amplia, entonces sí se llenarían los teatros. Esa publicidad es costosa, sin duda, pero tal vez las ayudas que recibe el teatro deberían invertirse precisamente en esa publicidad, dejando a su vez que gracias a ella, el espectáculo se convirtiera en un negocio por sí mismo.
Tal vez lo que vaya a ocurrir sea una transformación radical de la forma actual de hacer teatro. Si lo que buscamos es un espectáculo no elitista, accesible y poco costoso, las representaciones en la calle pueden volverse un pilar importante del teatro del futuro.
Haciendo
un resumen de todas estas ideas, el teatro que viene puede combinar prestigiosas
representaciones, apoyadas por una sólida base publicitaria, que busca la autorreferencia y la parodia a la vez que se plantea los
nuevos temas que surjan en el futuro; junto a un crecimiento de las representaciones
realizadas por pequeñas compañías que permitan un acercamiento mayor entre el
mundo del teatro y el público que debe mantenerlo con vida.