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    PREFACIO DE LA PRIMERA EDICIÓN
 
 

Hace unos meses, en una ceremonia pública, un magistrado de la Cancillería tuvo la amabilidad de comunicarme, como miembro de un grupo de 150 hombres y mujeres sospechosos de demencia, que el Tribunal de Cancillería, pese a ser objeto de tantísimos prejuicios del público (en cuyo momento me pareció que el magistrado me echaba una mirada de reojo), era algo casi inmaculado. Reconoció que había habido alguna cosilla que criticar en el ritmo de sus actuaciones, también se había exagerado mucho, y todo se había debido a la “parsimonia del público”, cuyo culpable público, según parecía, había estado empeñado hasta hacía poco y con la mayor terquedad en no aumentar en absoluto el número de magistrados de Cancillería establecido por... creo que por Ricardo II, pero da igual cualquier rey.
 Aquel chiste me pareció demasiado bueno para insertarlo en el cuerpo de este libro, pues si no se lo hubiera atribuido a Conversation Kenge o al señor Vholes, uno de los cuales creo que debió ser su creador. En boca de uno de ellos lo podría haber apareado con una cita idónea de uno de los sonetos de Shakespeare:

                 Mi naturaleza está sometida
                 Al material que trabaja, como la mano del tintorero:
                 ¡Apiadaos, pues, de mí, y deseadme renovado!

 Pero como es bueno que el parsimonioso público sepa lo que ha estado pasando, y sigue pasando, a este respecto, menciono que todo lo narrado en estas páginas acerca del Tribunal de Cancillería es fundamentalmente cierto, y se ajusta a la verdad. El caso de Gridley se ha tomado en todo lo esencial de un caso real, hecho público por una persona desinteresada familiarizada por motivos profesionales con toda aquella monstruosidad desde el principio hasta el final. Actualmente* hay un caso ante ese Tribunal que se inició hace casi veinte años, en el cual se sabe que han llegado a comparecer de 30 a 40 abogados al mismo tiempo, en el cual se han acumulado costas de 70.000 libras, y que (según me aseguran) no se halla ahora más cerca de su fin que cuando se inició. Hay en Cancillería otro famoso pleito, todavía sin fallar, que se inició antes de fines del siglo pasado, y en el cual las costas ya han engullido más del doble de 70.000 libras. Si quisiera buscar más bases para JARNDYCE Y JARNDYCE podría llenar páginas enteras al respecto, para gran vergüenza de... un público parsimonioso.
 No deseo hacer sino otra observación más. La posibilidad de la llamada Combustión Espontánea se viene negando desde que murió el señor Krook, y mi buen amigo el señor LEWES (quien enseguida averiguó que se había equivocado, al suponer que las autoridades habían abandonado la cuestión) publicó algunas cartas ingeniosas (dirigidas a mí) cuando se publicó el relato de aquel acontecimiento, en las cuales aducía la total imposibilidad de que existiera la Combustión Espontánea. Huelga observar que no pretendo inducir a error a mis lectores por acción ni por omisión, y que antes de escribir lo que digo me preocupé de investigar el asunto. Hay constancia de unos 30 casos, el más famoso de los cuales, el de la Condesa Cornelia de Bandi Cesenate, lo investigó y describió con gran minuciosidad Giuseppe Bianchini, prebendario de Verona, persona distinguida en el mundo de las letras, que publicó un relato al respecto en 1731 en Verona y después lo reeditó en Roma. Las apariencias observadas en aquel caso fuera de toda duda racional son las mismas observadas en el caso del señor Krook. El caso más famoso después de aquél ocurrió en Rheims seis años antes, y en aquella ocasión el cronista fue LE CAT, uno de los médicos cirujanos de más renombre de Francia. El sujeto fue una mujer, a cuyo marido la ignorancia lo condenó por asesinato, pero tras un recurso solemne a una instancia más alta, salió absuelto, pues se demostró en la prueba que la esposa había fallecido de la muerte a la que se da el nombre de Combustión Espontánea. No creo necesario añadir más de estos notables datos ni a la referencia general a las autoridades que se hallará en la página 78 del segundo volumen, las opiniones y las experiencias escritas de distinguidos catedráticos de Medicina, franceses, ingleses y escoceses, de tiempos más modernos, y me contento con observar que no rechazaré esos datos hasta que e halla producido una Combustión Espontánea de los testimonios que habitualmente sirven para demostrar los acontecimientos humanos.
 En Casa Desolada me he detenido adrede en el lado romántico de las cosas corrientes. Creo que nunca he tenido tantos lectores como en este libro. ¡Ojalá volvamos a encontrarnos!

                                                                                                                                                                                                                                                      Londres,  agosto 1853

*En agosto de 1853 (N. Del A.).
 

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Curso Académico 2000/2001
Hipertextos y literatura inglesa
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