Marta Ferreras era la chica más deseada de la facultad de Económicas. A la fortuna de su familia unía su belleza y una altivez que la situaban por encima del bien y del mal. Durante tres años me ignoró pese a que estábamos en la misma clase sentados a una distancia de dos bancas, hasta que un día se acercó para preguntarme por los apuntes de una asignatura. De ahí a nuestra primera cita sólo mediaron dos sesiones de estudio en la biblioteca. Comenzamos a salir. Cuando estaba conmigo abandonaba esa pose de mujer total y se volvía dulce, aunque siempre me pareció que yo no era más que un pasatiempo para ella. Algo con lo que olvidarse de lo que era y lo que representaba. Por eso nunca me invitaba a comer a casa y su familia no sabía nada de mí. Hasta que un día se cansó de su juguete favorito y lo dejó a un lado. Hacía ya cinco años de aquello. Yo había visitado la Toscana y ahora estaba prometido con Laura. Verla en la pantalla me impactó. Más como reclamo para una página de contactos. Pensé que no podía ser ella. Y de repente me vi en la decisión: hacer clic sobre o no hacerlo y dejarlo pasar.