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·        El final del éxodo rural

 

La Crisis del petróleo de 1973 marcó un punto de inflexión en el ritmo de vaciamiento de los espacios rurales, aunque en España los efectos llegaron con un cierto retraso respecto a otros países debido al proteccionismo económico y prácticamente se unieron a los de una segunda gran crisis en 1979. La subida de los costes energéticos se tradujo en una aguda recesión industrial y en un incremento espectacular del desempleo urbano. Esta nueva coyuntura económica alivió la tensión migratoria entre el campo y las ciudades y las expectativas urbanas para los habitantes del medio rural dispuestos a abandonarlo se redujeron. La reestructuración industrial y los procesos de reconversión productiva, necesarios para superar la crisis y como requisito imprescindible para la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, no sólo paralizaron la creación de empleo industrial sino que, a través de las regulaciones de plantilla y los cierres patronales, generaron grandes excedentes laborales que buscaron refugio en la intensificación de la agricultura o en el sector terciario ligado al «boom» del turismo en algunas zonas del litoral mediterráneo, o bien formaron parte de los movimientos de retorno que supusieron una inversión de flujos de antiguos emigrantes jubilados o parados que decidieron regresar a sus lugares de origen.  La crisis industrial se había sentido en Europa con unos años de antelación hizo que un gran número de emigrantes retornara a España estableciéndose en su mayor parte en las áreas industriales lo cual contribuyó a agravar los efectos de la crisis de la industria española. En este orden de cosas entre 1975 y 1980 los volúmenes de los flujos campo-ciudad se redujeron drásticamente a la vez que cambiaba el mapa de los focos de atracción.

 

·        La transición de las migraciones:

 

A comienzos de los 80 se produce la ruptura del sistema tradicional de migración. En adelante la movilidad migratoria se verá alterada en cuanto al volumen de flujos y las distancias recorridas, no sólo por los efectos de la crisis de la industria y del atractivo de los nuevos focos, también como consecuencia del agotamiento en origen y especialmente por los cambios institucionales operados en la España democrática. La consolidación del Estado de las Autonomías ha repercutido en mejoras sustanciales de las condiciones de vida y de trabajo sobre todo en las Comunidades más desfavorecidas. Las actuaciones políticas en busca del llamado «Estado del Bienestar» se perciben más en el mundo rural que en el urbano y, mientras tanto, los gobiernos autónomos y los ayuntamientos democráticos han ejercido como promotores del desarrollo regional y local, todo lo cual ha servido para retener la población en sus Comunidades aunque no hayan conseguido afianzar la de sus áreas rurales. En definitiva, podría decirse que «... se procede a una redistribución demográfica regional que contrasta con la interregional de décadas anteriores.» (Romero y Albertos, 1993)

 

Así en el primer quinquenio de los 80 las provincias con saldo migratorio positivo superan por primera vez a las de saldo negativo, y de 1986 a 1990, una vez superada la crisis, aparecen potentes focos de atracción, esta vez asociados a nuevas ramas productivas y sobre todo al turismo, que provocan una ligera reactivación de los movimientos interprovinciales.

 

Pero los cambios no sólo han afectado al volumen y la distancia, también lo ha hecho en la dirección de los flujos. Ya hemos hablado de los que han retornado a sus lugares de origen como consecuencia de la crisis. Desde los inicios de los 90 se ha producido un incremento en los movimientos de retorno gracias a una mejor dotación de servicios en las zonas rurales; también por esto participan en la inversión de los flujos jubilados en busca de un lugar de retiro más tranquilo que se dirigen generalmente a zonas turísticas o de segunda residencia. Otra parte de este contingente, la más importante, está protagonizada por aquellos sectores de población con niveles de renta medio y alto que salen de la ciudad para vivir en el campo por una nueva y mayor flexibilidad residencial, derivada de un cambio de actitudes individuales asociadas a valores «post-materiales» y por la mejora de las vías de comunicación que les permite hacer desplazamientos pendulares entre su casa y su lugar de trabajo que conservan en la ciudad.

 

Actualmente, como consecuencia de estos cambios, el balance migratorio entre el campo y la ciudad se compensa, el saldo es prácticamente nulo, aunque los movimientos siguen siendo selectivos: la ciudad atrae jóvenes y expulsa matrimonios jóvenes y jubilados y en cuanto a los lugares de origen de las migraciones residenciales, las grandes ciudades se suman a los municipios rurales más pequeños, los cuales siguen expidiendo población; pero con una diferencia fundamental, que desde la ciudad los movimientos generalmente son de corta distancia y desde las zonas rurales lo son de largo recorrido. Con todo esto estamos asistiendo a una relocalización de la población rural, ya que el rural remoto se vacía mientras que en las zonas rurales más próximas a los centros urbanos se está produciendo una concentración de esta población.

 

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