Tom Sharpe en su madriguera

24Ago07

Tom Sharpe (1928, Londres) estaría criando malvas hace tiempo. Una década, por lo menos. No le han faltado oportunidades, entre ellas una angina de pecho en plena entrevista televisiva y una gravísima peritonitis hace unos meses. “Si no me hubiera venido a España, ya estaría muerto”, deja caer. En su refugio de Llafranc (Girona), un precioso pueblo de pescadores donde veranea la burguesía catalana, encontró el reposo necesario para romper años de bloqueo creativo, la salud imprescindible para ir tirando dignamente y a su ángel de la guarda, Montserrat Verdaguer, Montsi, una neuróloga que se ha convertido en su médico de cabecera, secretaria, cocinera, chófer y amiga incondicional. “Vine huyendo de los médicos británicos, que me habían dejado cojo y estuvieron a punto de matarme. Los doctores españoles son excelentes. Me libraron de la silla de ruedas. Y me han salvado la vida… Varias veces”.

Sharpe es nuestro turista sanitario más insigne. Sus citas con la muerte son episodios inquietantemente hilarantes, dignos de sus novelas. En un plató de televisión sufrió un ataque cardíaco. “Yo intentaba pedir ayuda y el intérprete traducía que estaba incómodo en mi asiento, que me lo cambiasen. En ese momento pensé que si moría delante de las cámaras, mis hijas, cada vez que estuvieran de mal humor, se pondrían el vídeo para ver cómo muere papá”. La última vez que le vio las orejas al lobo fue hace unos meses, cuando sufrió unos dolores de estómago tremendos que Montsi diagnosticó al vuelo. Peritonitis. La doctora tuvo reflejos para montarlo en el coche, un Lexus inglés con el volante a la derecha, y llevar a Sharpe agonizante, su inmenso corpachón doblado en el asiento, hasta el hospital de Girona en media hora. Una proeza automovilística digna de un conductor de ambulancias. Lo operaron a vida o muerte. Ahora se ofrece a mostrarnos al fotógrafo y a mí el tajo con el que le cosieron la barriga. Amablemente declinamos la oferta, lo que parece desilusionarle. “Me dieron 53 puntos”, apunta con precisión, como para remarcar lo que nos vamos a perder si no se abre la camisa. Le encantan los números. La exactitud. Dará pruebas de esa pasión por el dato estadístico a lo largo de la entrevista.

La muerte como una compañía inevitable y fastidiosa. En un restaurante de Llafranc se murió un señor cuando el escritor estaba a punto de pedir un pink gin en la barra antes de almorzar. Compasión: Montsi se lanzó a hacerle un masaje cardíaco aunque ya no había esperanzas de reanimarlo, solo para consolar a la viuda, que gritaba presa de un ataque de nervios. Corrosión: una familia, en una mesa cercana, siguió comiendo como si tal cosa. Un escritor corrosivo y compasivo. Difícil equilibrio al que siempre ha aspirado. “Escribo novelas divertidas, pero no soy un humorista. Lo que escribo es farsa. Sátira. Siempre hay algo que late debajo de la risa. Una crítica”. Debe haberlo hecho muy bien, porque ha vendido más de veinte millones de libros en todo el mundo (dos millones en España). Le digo que busqué Wilt en las librerías de mi ciudad, Cartagena. Y que lo encontré fácilmente. Que eso es algo casi milagroso en un negocio, el editorial, donde las novedades no suelen durar más de unas pocas semanas en los escaparates. Y Wilt se publicó en 1976. Se le nota complacido. Da una larga calada a su habano. Me escudriña con sus acuosos ojos verdes. Me ofrece un cigarro puro. “Lo tenía reservado para usted”. Le digo que no fumo. “Oh, si es un Partagás. ¿Está seguro?”, se lamenta. Pero me sé la lección y le digo que un gin tonic no estaría mal. Sharpe tiene por costumbre agasajar o intimidar a sus invitados con ginebra a horas muy tempranas. No es mediodía. Y desayuné fuerte para curarme en salud. Montsi prepara un Bombay azul con tónica y el escritor se siente por fin a gusto con nosotros. Tanto que se sirve un whisky con sifón. Caerán cuatro antes del almuerzo.

Tom Sharpe andaba a vueltas con la quinta entrega de Wilt, pero no le hacía gracia lo que escribía. Y tampoco tiene ahora a su mujer, Nancy, a su lado para darle a leer las páginas y observar el efecto. “Es mi crítico más fiable. Si veo que se ríe, sé que será un éxito”. Cuando le pregunto por qué no vive con su mujer (de hecho, Sharpe suele coger las maletas en verano y mudarse a su domicilio de Cambridge, donde reside Nancy, hasta que pasa el calor) se toma unos segundos para responder. “Es una buena pregunta… Pues… porque tiene que cuidar de nuestro nieto. Tarea de lo más absorbente. Y porque quiero terminar mi novela”. Así que abandonó a su personaje más carismático, Henry Wilt, el profesor que fantasea con el asesinato de su esposa. Y se embarcó en la novela que está escribiendo ahora, ubicada en su querida Northumberland, un paraje rural del norte de Inglaterra, con personajes nuevos, aunque a veces le cuesta avanzar y agradece cualquier estímulo o muestra de interés.

Lo primero que se oye al entrar en su casa de tres plantas es el tableteo anacrónico y rotundo de una máquina de escribir en el primer piso. Una Smith Corona canadiense, auténtica pieza de museo; eléctrica porque Sharpe padece problemas de piel y los dedos se le desescamarían si tuviera que golpear las teclas de una máquina manual. Montsi nos invita a elegir entre el ascensor o la escalera de caracol. Entramos en su estudio, muy soleado y con un gran ventanal; durante unos instantes Sharpe sigue tecleando, absorto. Termina el párrafo. Es lo primero que ha escrito hoy. Tengo la sensación de que interrumpo, pero se desvanece en cuanto nos estrecha la mano. Da la impresión de que está encantado de que le interrumpan. “Me encanta escribir”, dice. Pero con nuestra llegada parece aliviado, liberado de ese esfuerzo que le pasa factura y que al mismo tiempo le sostiene. El manuscrito está encima de la enorme mesa de pino de su despacho, donde hay tazas, habanos, ceniceros, teléfonos y cuadernos donde garabetea anotaciones que nunca vuelve a leer… Para él es muy importante que los folios de ese primer borrador se vayan amontonando, verlo crecer. Sentir que su trabajo diario se traduce en algo tangible.

Le digo que yo tengo una Olivetti en el cuarto de los trastos, que a veces la echo de menos, y que una vez entrevisté a un señor cuya profesión era limpiar máquinas de escribir, el último mohicano de un oficio extinto… Y me mira con simpatía. Y hablamos del esfuerzo casi pugilístico que supone plasmar tus pensamientos limpiamente y de una tacada, sin el recurso a los retoques sobre la marcha que te permite un procesador de texto. “Soy muy caótico escribiendo. No planeo una trama. Nunca sé lo que voy a escribir mañana. Improviso”. Sharpe procura escribir 800 palabras diarias. Las cuenta obsesivamente. Y cuando llega a 80.000 da por terminado el manuscrito y comienza la fase de correcciones, que entonces sí, ya realiza con ayuda informática. Le pregunto cuántas palabras lleva de su nueva novela. Me responde con precisión: 30.305. No ha llegado todavía al ecuador. Quiere terminarla antes de cumplir ochenta años. “Una vez escribí un libro en tres semanas”, presume con nostalgia. Pero la edad pasa factura. Y los achaques. Y el insomnio. “Me despierto a la una de la madrugada y me quedo mirando el techo durante horas. Oh, es un suplicio”.

Sharpe llegó a Llafranc en los años noventa aconsejado por su agente literario, Carmen Balcells, que le buscó un hotelito donde refugiarse para escribir. Ocupó una habitación en el Hotel Llevant durante meses. Le pregunto quién pagó la estancia. ¿Su editorial? “No, la pagué de mi bolsillo”. Allí recuperó el brío narrativo después de una sequía impuesta por los problemas de salud que lo tenían postrado en Gran Bretaña. “Sí, puede decirse que estuve bloqueado mucho tiempo”. No ha querido aprender ni catalán ni castellano, por no descentrarse y porque a su edad no puede dilapidar energías. Pero es una persona querida y todos los chismes del pueblo le llegan. Se enteró por un soplo de que el anterior propietario de su residencia estaba en bancarrota y le compró la villa por 48 millones de pesetas (290.000 euros), cuatro veces más barata del precio de mercado. La inversión de la que se siente más orgulloso. El Reino Unido le parece “terrorífico”. Y habla con apresión de estadísticas policiales. “Un crimen cada quince minutos. No puedes pasear de noche sin temer un asalto”. Le respondo que España no se queda corta en cuanto a violencia. “¿Está bromeando? No sé en otras partes, yo solo hablo de lo que conozco. Y nunca he sentido miedo en Llafranc. El problema de los británicos es que perdimos un imperio. Y eso te pone de muy mal humor. Ustedes los españoles son muy amables en comparación con los ingleses”. Le replico tímidamente que España también perdió un imperio. “Sí, pero ustedes ya tuvieron una guerra civil”. Pongo cara de no estar muy convencido de que una guerra sea un buen disolvente para la mala baba. Sharpe da una calada a su cigarro. “Bueno, el ser humano es, en esencia, salvaje… En cualquier caso, no estamos aquí para discutir. Quiero contarle una historia”. Y se esfuerza por contarme un pasaje de su vida lo suficientemente jugoso “para que mis editores estén contentos”.

Y habla. Habla. Intercalando recuerdos y reflexiones. Sudáfrica, la cárcel, jardinería (plantó miles de rosales), fotografía, literatura (compartimos veneración por Graham Greene)… Pero nada le parece bastante suculento. No estoy de acuerdo y le pregunto si piensa escribir sus memorias. “¡No! Entonces tendría que escribir un libro serio”, se escandaliza. “¿Pero por qué?”, insisto. “Porque mi padre era una persona muy seria, ¿le parece poco? Cuando yo nací, él tenía 56 años. Era ministro de la Iglesia Anglicana Unitaria. Me educó muy estrictamente. Incluso los tebeos me estaban prohibidos. Él dominaba el latín, me hablaba de Historia. Pero yo no me enteraba de nada. Mi madre era sudafricana, hija de una familia muy rica. Mis estudios los pagó una tía”.

Sharpe se enroló como marino en la Armada Real. Fue guardián de los prisioneros en los buques. Allí aprendió los registros más sucios de su idioma. “Gran lección”. Luego pasó por Cambridge, donde “perdió el tiempo” en sus estudios de Historia y Antropología. Y después se fue a Sudáfrica. Allí trabajó como asistente social, recogiendo cadáveres y moribundos por las calles, viendo morir a los negros de tuberculosis y escribiendo panfletos contra el apartheid. “Entonces compré una cámara de fotos y me gané la vida haciendo sucesos para los periódicos locales y cientos de bodas, bautizos y comuniones”. Y retratando la vida miserable de los suburbios hasta que el régimen racista de Pretoria requisó sus negativos y destruyó unos 36.000. Sharpe pudo salvar unos 6000, pero no pudo librarse de la cárcel. “Estuve en prisión con todo tipo de delincuentes. Compartir celda con un asesino es una lección de vida memorable. Y es muy práctico, porque te ganas el respeto del resto de los reclusos”. Finalmente fue deportado. Volvió a Inglaterra, escribió poemas y sesudos ensayos que a ningún editor interesaban, hasta que a los 41 años descubrió su vena humorística. Y se hizo rico encadenando una docena de bestsellers desde los años setenta.

La charla cede paso a un almuerzo del que damos cuenta sobre la caótica mesa de su despacho. Montsi ha cocinado unos mejillones al vapor y unas sardinas. Arroz blanco, aceitunas y nueces. Comida saludable, pero sabrosa. De postre, Sharpe toma helado. Nosotros, queso. Caen dos botellas de Rioja. “¡Dios mío, la hora de las noticias!”, exclama. Con el mando a distancia enchufa el televisor, que tiene un manto negro por encima, cubriendo la pantalla. El fotógrafo pregunta si lo retira. “No, no… Así está bien”. Noticias de Al Yazira, la cadena árabe, en inglés. Escucha con atención. Le sigue interesando lo que pasa en el mundo. Yo miro alrededor: los estantes con cientos de libros, la bicicleta estática que nunca utiliza, las cedés de Mozart y de marchas militares, el ordenador con router en un rincón (no utiliza el correo electrónico, pero contesta a todas las cartas que recibe). Y un retrato en blanco y negro que le hizo una de sus hijas. Se le ve feliz, con su perra bull terrier rivalizando por aparecer en cuadro. El jersei lleno de pelos. Me pregunta si es que ahora le veo triste o débil. “No, débil no, quizá un poco cansado”. Encaja la observación. “Ésa era mi perra, Chiky. Ya está muerta. Se comía mis zapatos y no es fácil encontrar zapatos de la talla 49. Dejó de masticarlos cuando los rocié con tabasco. Vaya, todavía no le he contado ninguna buena historia. ¿Qué hará? ¿Inventarse la entrevista?”. Me río a carcajadas. “¿De qué se ríe? Yo me las inventaba en mi época de reportero”. Montsi le arregla los tirantes antes de posar para las fotos parapetado detrás de su máquina de escribir y de sus puros, como un soldado en la trinchera. “¡No guarde la libreta. Ya tengo su historia!”, anuncia. Y me cuenta que asistió una vez al levantamiento de un cadáver en Sudáfrica, pero la policía y los forenses confundieron el cuerpo desnutrido de un niño negro de unos siete años con una nutria. A estas alturas, entre las reminiscencias afrikaaner de su acento y los diversos licores ingeridos, me resulta imposible entender si lo que habían recogido de la calle era finalmente una nutria o era un niño. Sharpe me mira divertido. “Jamás he visto una expresión tan desconcertada como la suya. No quiero ni pensar lo que escribirá”.

APOYO: Otros escritores extranjeros ‘emboscados’

en España. ¿Qué les atrae de nuestro país?

LUIS SEPÚLVEDA Y EL AIRE COLOR PERLA DE GIJÓN

Lo del escritor chileno Luis Sepúlveda (Ovalle, 1949) con Gijón fue amor a primera vista. El autor de Un viejo que leía novelas de amor y Moleskine: apuntes y reflexiones visitó la ciudad por primera vez en 1982 y enseguida sintonizó con la forma de ser de sus gentes y con su atmósfera, llena de reminiscencias de su tierra. “El aire color perla me recuerda al océano Pacífico chileno”. Como si Asturias fuese una réplica en latitud norte de la región de Coquimbo. “Entonces yo vivía en París. Me prometí que en cuanto pudiera me vendría a vivir aquí. Y lo conseguí. Un día pude realizar mi sueño, instalarme con mi familia en Gijón”. Para seguir ligado a América Latina, Sepúlveda ideó la celebración de un salón de las letras iberoamericanas. De los gijoneses, el escritor celebrar su carácter “abierto, participativo, inconformista y discutidor”. Para alguien como él, al que le gusta tomarle el pulso a la vida cultural y social del lugar donde reside, es una razón de peso. “Mi involucración es constante. No podría vivir si sé que hay una causa justa y no la hago mía, sea en el país donde nací, sea en el país donde vivo, sea donde sea”. Sepúlveda, viajero compulsivo, fue escolta de Salvador Allende, pasó por las cárceles de Pinochet, vivió en la jungla centroamericana, se alistó con los sandinistas, fue corresponsal en la guerra de Angola, camionero en Alemania, activista de Greenpeace… “He estado varios años en un exilio itinerante por diferentes países de América y Europa. Me decidí por Gijón cuando tuve la necesidad de tener un entorno que sintiera realmente mío y al cual yo también me sintiera ligado. La bienvenida de los gijoneses no fue algo formal, sino muy sincero”.

ANDRÉS NEUMAN Y LA CAFETERÍA DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA

Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), autor de Bariloche y Una vez Argentina, además de cuentos y poesía, vive en Granada, donde se licenció en Filología Hispánica. Emigró a España con sus padres huyendo del clima político en Argentina y la decepción del triunfo de Carlos Menem, lo que el escritor ha bautizado el cansancio de Godot. “Parte de mi familia tuvo que exiliarse por las persecuciones de la dictadura, pero mis padres pudieron quedarse y aguantar soñando con una democracia. Y cuando Godot llega y resulta tener la cara de Menem… ¿qué esperar?” Neuman, que tiene doble nacionalidad, recaló en Granada porque su madre es violinista y aceptó una oferta de trabajo de la orquesta de esa ciudad. De su paso por la Universidad de Granada dice conservar “aprendizajes de cafetería (los más) y académicos (algunos). Hice algunos amigos inolvidables, aprendí con ellos a escribir poesía, traficando con nuestros poemas y corrigiéndonos mutuamente. Tuve algunos buenos profesores a los que les agradezco infinitamente sus clases. Hicimos una revista, Letra Clara, que todavía existe. También me aburrí mucho, pero volvería a hacer la carrera. Y volvería a la cafetería. Me pasa algo curioso: me veo viviendo en cualquier parte, y a la vez me gusta estar quieto. Granada es una belleza y también puede atraparte y asfixiarte. Eso me comentan también algunos amigos granadinos, pero yo tengo la suerte de ser un poco extranjero y sigo viviendo aquí como por casualidad, aunque lleve muchos años y esté enamorado de su luz, de las calles, del sosiego. Así que de momento no me agobio especialmente. Nunca me he planteado irme a Madrid o Barcelona. Por lo demás, viajo bastante y procuro tener también curiosidades y amigos más allá de mi casa”.

JONATHAN LITTELL, UN ERMITAÑO EN BARCELONA

Jonathan Littell (Nueva York, 1968) es un caso paradigmático de escritor globalizado. Norteamericano que reside en Barcelona y escribe en francés. ¿Algún ingrediente más para esta ensalada multicultural? Sí, su novela Los benevolentes, que en otoño publicará en España la editorial RBA, es un fenómeno de masas y de crítica: ha ganado el premio Goncourt, el más importante de las letras francesas, y ha vendido más de 300.000 ejemplares sin promociones ni mercadotecnica, gracias al boca a boca de los lectores. Y es que Littell es un ermitaño que ha elegido precisamente Barcelona como el escondite ideal para pasar desapercibido. A Littell la atención mediática le “asfixia”. Ni siquiera fue a la ceremonia de entrega del Goncourt y sus editores se las ven y se las desean para pedir disculpas por sus desplantes y para intentar convencerle de que conceda alguna entrevista, pero de momento “su sentido del pudor y su miedo a la publicidad” pesan más. Al autor, que es extraordinariamente crítico con su país, le han negado dos veces la nacionalidad francesa. Ha sido voluntario de ayuda humanitaria en Bosnia y Chechenia. Su novela describe con toda crudeza los crímenes de un elitista oficial de las SS. «No he querido buscar polémicas ni controversias. Tampoco he querido darle la palabra a un verdugo nazi. Mi libro habla de las personas que eligen convertirse en una porquería», ha señalado en una de sus escasísimas declaraciones públicas.

 

URL: http://reportajes.wordpress.com/2007/08/24/tom-sharpe-en-su-madriguera/
Page last modified: 22st of November 2008

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