H.G.WELLS |
BIOGRAFÍA | ||
Aun
cuando el propio H. G. Wells nos dice que la influencia de su padre,
aficionado a la lectura, resultó más decisiva para su futura vida que
el papel de su madre, sus biógrafos están de acuerdo en entender que
el peso familiar descansaba en la figura materna y que será ella quien
intente trazar el destino de sus hijos. Con la intención de hacerles
subir un peldaño en la rígida escala social de su tiempo, decide
prepararlos para que entren el día de mañana como dependientes de
comercio u oficinistas, en cuyos modales y vestimenta, levita negra y
alto cuello blanco, veía una divisa de honorabilidad y rango superior. Los primeros estudios los realizó en una escuela privada,
regida por un antiguo conserje llegado a maestro, Thomas Morley, dotado
de escasas habilidades pedagógicas y aún menores conocimientos. De
aspecto feroz y de carácter colérico, seguía al pie de la letra la
antigua máxima de que «la letra con sangre entra». Su frase favorita
era «la primera ley del cielo, señores, es el orden». De aquellas
circunstancias, que Wells relata en su novela Kipps,
guarda rá siempre un amargo recuerdo. En alguna de sus cartas
escribe literalmente: «No recuerdo que me enseñaran nada en la
escuela. Nos señalaban lecciones y sumas y luego nos las oían. Pero
nuestra pérdida era principalmente negativa, crecíamos embotados.» A los ocho años sufre una caída y se fractura la canilla de
una pierna, debiendo guardar cama durante algunas semanas. El médico
del pueblo colocó mal el hueso y hubo que romperlo de nuevo y reparar
el error. Durante largo tiempo ha de permanecer instalado en la sala de
su casa, y encerrado entre sus cuatro paredes descubre un enorme
horizonte: la lectura. A lo largo de la convalecencia devora los libros
que su padre le proporciona y se desarrollan en él el hábito y el
placer de la lectura. Dickens y Washington Irving son sus primeros
novelistas favoritos. Con razón hablará de aquella caída como de uno
de los momentos más afortunados de su vida. Finalizados los estudios de cultura
general y contabilidad, entra de ayudante de caja en un almacén de
tejidos, pero sus tendencias a estar en la luna y soñar despierto, añadidas
a su mínima falta de interés, no le convierten precisamente en el
empleado óptimo para el desempeño de dicho oficio. Lo despiden y pasa
entonces y durante una breve temporada a ayudar a un pariente que dirige
una escuela, tarea que le satisface y le permite dedicar tiempo a su
vicio favorito: los libros. Pero la desgracia parece acompañarle. La escuela quiebra por
falta de alumnos y nuevamente ha de trabajar en un almacén de paños,
donde aparte de desarrollar tareas manuales ha de permanecer interno
durmiendo en el triste barracón de los trabajadores. Un día, cuando a
las once de la noche apagan la luz y ha de interrumpir su lectura,
decide abandonar no sólo aquel lugar, sino también aquel camino en la
vida. Tomada
aquella decisión, se aleja del almacén y, andando más de cuarenta kilómetros,
va a ver a su madre en la mansión de Uppark, donde ésta trabaja como
criada de confianza. Aquel adiós y aquella caminata los recordará como
«tal vez lo más grande de cuanto he realizado en mi vida». Pasa entonces una breve temporada viviendo
con su madre y entra en contacto, merced a su acceso a la biblioteca de
los señores de la casa, con la obra del filósofo evolucionista Herbert
Spencer; lee a Platón, a Voltaire y algún ensayo político que, como Los
derechos del hombre, de Paine, uno de los padres del socialismo inglés,
le causará profunda huella. En este intercambio placentero reconstruirá
un telescopio desmantelado, que por azar encuentra, y contempla
hechizado la armonía muda e imperecedera de las estrellas y planetas,
que desde entonces servirán de fondo a todas sus imaginaciones. La necesidad económica lo obliga a colocarse de nuevo como
mancebo en una botica, que años más tarde describirá en su novela El sueño,
que, al igual que gran parte del resto de sus escritos, contiene
pasajes autobiográficos. Al tiempo se matricula en una escuela nocturna
y, encontrándose con un buen maestro y ayudado por su pasión y
curiosidad por el estudio, se interesa por aprender los conocimientos
científicos del momento: la astronomía, la geología, la física, la
biología, a la vez que se convierte en un evolucionista y admirador de
Charles Darwin. Habiendo destacado en sus estudios, es propuesto para seguir
con una beca estudios superiores en la Escuela Instalado en Londres, ya casado con
Isabel, una parienta lejana y de quien se separa pronto, desarrolla una
actividad exhaustiva: estudia, investiga, da clases particulares y
comienza a publicar en una revista científica sus primeros trabajos de
carácter pedagógico. Terminados los cursos de la Escuela Normal, se
sitúa como profesor auxiliar en una escuela de mediana calidad donde
dejará un recuerdo de maestro exigente, preparado y dotado de
excelentes condiciones para la enseñanza. Al tiempo se casa por segunda
vez con una antigua alumna, Catherine Rollins, y colabora en diversas
revistas y periódicos. Aquellos tiempos de tremendo esfuerzo, unidos a
la estrechez económica en que vive, resienten gravemente su salud. Pesa
por entonces cuarenta kilos. Una mañana, y luego de un ligero trabajo físico,
tiene un vómito de sangre. El diagnóstico es claro: tuberculosis.
Abandona la enseñanza y dedica su tiempo a redactar colaboraciones en
la prensa, al tiempo que dirige la sección de Ciencias Naturales de una
academia de enseñanza por correspondencia, incluyendo el papel que tal
práctica podría representar en el futuro y que las actuales
universidades a distancia han corroborado. Entre 1893 y 1894 Wells escribe una especie de relato fantástico,
Los eternos argonautas, que
aparece de forma periódica
en la revista «National Observer». Cuando esta revista se cierra, su
editor, Henley, crea la «New Review» y desea para ella una novela
sensacional, ofreciéndole una cantidad estimable a Wells para que
escribiese una, recogiendo el tema de aquel antiguo relato: un viaje al
futuro. En quince días de arduo trabajo rehízo
aquel material y terminó La máquina
del tiempo, que aparece primero en forma de serie y más tarde como
libro. Fue un éxito instantáneo. Se hablaba del libro en todas partes.
Se vendía. Se calificaba a su autor como hombre genial. De pronto se
había convertido en un autor de fama, a quien todos los periódicos pedían
colaboraciones. Abandona, aunque no de forma total, el periodismo y se
dedica a escribir. En el mismo año publica La
visita maravillosa, y en los tres años siguientes tres novelas que
cimentaron y acrecentaron su prestigio: La
isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos. De esta manera, y a los veintinueve años,
se halló dueño absoluto de su libertad. Independiente económicamente,
y con un prestigio de escritor con imaginación brillante, cálida
humanidad y enorme originalidad mental, se encontro en una posición
inmejorable. No se durmió en los laureles. El éxito económico que acompaña sus
primeras publicaciones le permitirá a H. G. Wells cumplir una ciega
ilusión: tener una casa propia en un lugar ameno y grato donde poder
seguir trabajando. Cuando el siglo xx inicia su andadura, el matrimonio
Wells se traslada a su nueva residencia: la Casa de las Espadas, y allí,
cuidando su pre- caria salud, haciendo deporte y dedicando la mayor
parte de las horas del día a la dura tarea de escribir, pasará los años
mejores de su vida. Pronto dos hijos varones alegrarán las paredes de
la nada ostentosa pero sí agradable mansión. En 1883 un grupo de intelectuales había creado en Londres un
club político: la Sociedad Fabiana, que propugnaba un socialismo
evolucionista y moderado. La preocupación de H. G. Wells por los temas
políticos y por el socialismo en concreto era ya evidente aun antes de
haberse consagrado como escritor. Una lectura atenta de La
máquina del tiempo descubre que la reflexión sobre la posibilidad
del socialismo o el comunismo ocupaba su mente. Al poco de publicar Anticipaciones, un ensayo sobre los problemas sociales y
políticos de su tiempo, los Webb, fundadores del grupo de los fabianos,
lo convencen para que se integre a ellos. Allí se encontrará con otros
miembros destacados de la cultura inglesa, como el autor teatral y
futuro premio Nobel, Bernard Shaw, y el filósofo Bertrand Russell. Para
aquella sociedad escribió diversos manifiestos y dedicó a su
organización y difusión gran parte de sus energías. Su socialismo se basaba en la idea de que
el progreso de la humanidad pasaba por la necesidad de erradicar la
pobreza e incrementar la cultura. Veía en la educación el arma
principal para la transformación del mundo. Resumía sus ideas en el
eslogan «el hombre para el hombre», en oposición al comunismo, que lo
entendía como «el hombre para el Estado», y al cristianismo, «el
hombre para Dios». Su fuerte carácter individualista chocó pronto con
las rígidas normas de los fabianos y su colaboración con ellos no se
prolongó demasiado tiempo. Su buena posición social, su más que
sustanciosa fortuna y el éxito social que lo acompañó durante el
resto de sus días no diluyeron sus ideales de buscar y defender la
verdad y la libertad. Estuvo siempre al lado de los desventurados y de
los perseguidos: apoyó el movimiento sufragista, luchó desde la
tribuna de sus libros y escritos periodísticos contra la hipocresía de
la moral burguesa, participó activamente en las campañas laboristas y
continuó defendiendo la necesidad de educar a la humanidad. Aporta
libros de divulgación histórica y científica con esa mira y continúa,
dice en su biografía, «dándole cada día al martillo del trabajo
literario». En pleno siglo XVlll un ilustrado catedrático
de Fisiología en la Universidad de Salamanca, don Fernando Mateos
Beato, sostuvo la teoría de que la capacidad de amor dependía del
volumen del bazo. Según tan excéntrico sabio, cada historia de amor
producía la aparición de una señal circular en dicha víscera. Si tal
afirmación fuese cierta, un análisis del bazo de H. G. Wells al final
de sus años mostraría semejanzas con el corte transversal de un tronco
de árbol. Un hombre como él, vitalista y apasionado, no podía menos
de atraer con su fuerte personalidad a bastantes mujeres, y ser atraído
a su vez por muchas de ellas. Dejando aparte su primera y fallida
experiencia matrimonial, dos mujeres ocuparon un lugar destacado en su
biografía: Amy Catherine Rollins, su segunda mujer, y Rebeca West, a
quien conoció en 1914 y con la que tuvo un hijo varón. Para Wells su
ideal femenino era una combinación armónica de atractivo sexual y
camaradería intelectual, y defendió, frente a la hipocresía moral
dominante, la necesidad de “un sistema nuevo de relaciones entre el
hombre y la mujer, a salvo del servilismo, de la agresión, de la
provocación y del parasitismo”. Sus novelas Ana
Verónica y Juana y Pedro recogerán estas ideas. Desde la primera guerra mundial desarrollará una exhaustiva
labor dando conferencias, publicando nuevos libros y haciendo oír su
voz desde los mejores periódicos mundiales. Su objetivo es conseguir
que los hombres superen sus motivos de enfrentamientos, crear una
conciencia común entre todos los pobladores del mundo e instru- mentar
una organización, la Sociedad de Naciones (antecedente de la actual
ONU), que gobernase el estado Tierra. La segunda guerra mundial supuso
el fracaso de sus esperanzas. Acosado por los achaques físicos que le habían perseguido a
todo lo largo de su vida, tuberculosis y lesión de riñón, se refugió
durante sus últimos años en su finca de Easton Glebe, dedicado a la
revisión de sus obras completas. El trabajo siguió siendo su horizonte
cotidiano. En la tarde del 13 de agosto del año 1946 llamó a su
sirvienta y le pidió un pijama. Desde su lecho miró a los amigos que
lo acompañaban y les dijo: «Proseguid: yo ya lo tengo todo.» Pocas
horas después murió. Como el viajero del tiempo, también él había
entrado en el futuro. |
||
© Grupo Anaya,S.A.,1982 |