Mariló
Caça de bruixes

Una noche oscura y tormentosa en el viejo reino junto al mar. La luna creciente ilumina una verja desvencijada y un portón entreabierto. Los batientes golpean y entrechocan impulsados por un viento helado. Al fondo, una luz mortecina, cual fuego fatuo, danza en la penumbra. La luminaria apenas alcanza a alumbrar a su portador, un joven menudo y pálido que avanza entre las lápidas, deteniéndose en cada una de ellas como si buscara algo. Parece estar llorando, pero quizá se trata de agua de lluvia, pues el muchacho está empapado. De pronto, se queda paralizado ante una losa y se arroja a sus pies, sollozando e intentando abarcar con sus brazos la tierra removida. No se moverá en toda la noche; acudirá a su cita diaria con la muerte durante meses, hasta que alguien le devuelva a su amada.

No se recobrará jamás de la pérdida. Por eso, siempre afirmará que la muerte de una mujer hermosa es, sin duda, el tema más poético del mundo. Su mente rebosa pensamientos sobre heroínas llevadas al borde de la locura. Demencia que, quizás, no sea sino la más sublime de la inteligencia. Así, las obras de Edgar Allan Poe erigen un mundo de significados y referencias paranormales, enloquecidas, paranoicas, esotéricas, tenebrosas, lóbregas y sombrías. Penetran en un universo de sueños diurnos que abarca conceptos que ignoran los que sólo sueñan de noche. Sin embargo, este mundo de terrores de ultratumba y situaciones grotescas persigue un único fin: crear  una belleza sobrenatural que nos mueva a las lágrimas.

El joven melancólico se convirtió en un maestro de las palabras. Con ellas retorcía la realidad,  la deformaba a través del espejo del láudano y los vapores del alcohol, buscando una salida a su dolor. Esta escapatoria se personificaría en su prima Virginia Clemm, inspiración de sus obras y paliativo de su tristeza. Tras la muerte de la muchacha, Poe inventaría una forma de amar idealizada, platónica, en la que su sentimiento secreto crepitaba con el convencimiento de que amaba una ilusión. Haber podido conquistarla habría supuesto el descubrimiento de la humanidad  de esa persona, y la decepción más absoluta. Mucho más dolorosa que el amor no correspondido. Porque para adentrarse en la oscuridad más absoluta, en la noche del alma, en lo más recóndito del psique humano, en el otro lado del corazón, donde anidan sus historias, necesitaba estar enamorado. Su invención no era más que una forma de estarlo eternamente sin mancillar la memoria de su querida Virginia.

Así, volvemos a encontrarnos con este genio de la pluma, con este inventor de la noche, en otra necrópolis. Arrodillado, de nuevo, a los pies de una musa, llorando su pérdida y rogando que le devuelvan a su esposa, a su salvación en la tierra, y esperando que La Muerte lo lleve con ella. Mientras, recita quedamente uno de sus mejores poemas -Annabel Lee-, dedicado a la joven. Porque, para Poe, no luce la luna sin traérsela en sueños. Ni brilla una estrella sin que vea sus ojos. Y, así, pasa la noche acostado con ella. Su querida, hermosa, su vida, su esposa.

 

L'escola de Babel
Sutil inventor de la noche
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