REVISTA CHILENA de Literatura
Noviembre 2006, Número 69, 69-87
VIRGINIA WOOLF EN LOS TESTIMONIOS
DE VICTORIA OCAMPO: TENSIONES ENTRE FEMINISMO Y COLONIALISMO
Alicia Salomone
Universidad de Chile
RESUMEN / ABSTRACT
En este artículo se analizan una
serie de textos ensayísticos de la escritora argentina Victoria Ocampo
(1890-1979), en los que ella aborda la relación que la ligó a Virginia Woolf,
su principal referente en términos literarios y feministas. Desde perspectivas
teóricas postcoloniales y feministas, se hace una interpretación de los textos
de Ocampo, observando los límites que la cosmovisión colonialista impone no
solo a sus diálogos con Woolf, sino al despliegue de su propia escritura.
PALABRAS CLAVE: Victoria Ocampo,
Virginia Woolf, escritura de mujeres, feminismo, colonialismo.
This article reviews a series of essays by the Argentine writer Victoria Ocampo (1890-1979) in which she deals with the relationship
that bound her to Virginia Woolf, her main referent in literary and feminist
terms. From postcolonial theoretical perspectives, an interpretation of Ocampo's texts is made, while noticing the limits that the
colonialist cosmic vision imposed not only on her dialogues with Woolf but on
the development of her own writing.
KEY WORDS: Victoria Ocampo, Virginia Woolf,
women's writing, feminism, colonialism.
|
" 'Es tan difícil escribir sobre un
amigo muerto' ¡Tan difícil! ¡Siente uno tanto miedo de desagradarle, de
traicionar sus deseos más íntimos! Por eso, yo hubiera querido ahora poder
limitarme a escribir: A Virginia Woolf... Porque yo también, buscando una
frase, no hallé ninguna que pudiera ponerse junto a su nombre" (Ocampo
1941: 251). |
En un ensayo de 1936 titulado La
mujer y su expresión, la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979)
reflexiona acerca de la marginación de las mujeres en el contexto patriarcal y
sobre su dificultosa relación con la cultura moderna, aspectos que de algún
modo sintetiza en el problema de la búsqueda de una expresión femenina
autónoma. Ella define ese estilo de escritura al que aspira como un modo
dialógico, que incorpora la palabra ajena en el discurso propio,
diferenciándolo de la expresión monológica que sería
propia de los varones en una cultura androcéntrica:
Creo que, desde hace siglos, toda
conversación entre el hombre y la mujer [...] empieza por un "no me
interrumpas" de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber
sido la manera predilecta de expresión adoptada por él. [...] Durante siglos,
habiéndose dado cuenta cabal de que la razón del más fuerte es siempre la mejor
(por más que no debiera serlo), la mujer se ha resignado a repetir, por lo
común, migajas del monólogo masculino disimulando a veces entre ellas algo de
su cosecha. Pero a pesar de sus cualidades de perro fiel que busca refugio a
los pies del amo que la castiga, ha acabado por encontrar cansadora e inútil la
faena. Luchando contra esas cualidades que el hombre ha interpretado a menudo
como signos de una naturaleza inferior a la suya, o que ha respetado porque ayudaban
a hacer de la mujer una estatua que se coloca en un nicho para que se quede ahí
"sage comme
une image"; luchando, digo, contra esa
inclinación que la lleva a ofrecerse en holocausto, se ha atrevido a decirse
con firmeza desconocida hasta ahora: "El monólogo del hombre no me alivia
ni de mis sufrimientos, ni de mis pensamientos. ¿Por qué he de resignarme a
repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han
destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos"
(Ocampo 1936, 12-14).
Las dificultades que supone
configurar una expresión propia desde las mujeres no se le escapan a Ocampo y
así menciona la falta de una educación formal, de libertades y de una tradición
literaria femenina en la cual sustentar una escritura. En particular, le parece
decisiva la carencia de referentes dentro de la literatura, y quizás por ello
sus textos ponen en evidencia el deseo de establecer diálogos y alianzas con
distintas sujetos que configura como sus autoras modélicas. Virginia Woolf y
Gabriela Mistral son, desde nuestro punto de vista, sus principales referentes,
aunque también aparecen en sus textos varias escritoras inglesas del siglo XIX,
como Jane Austen, Elizabeth Barrett
Browning, George Eliot y las hermanas Brönte (en especial Emily), con las que se sentía hermanada
por los conflictos sociales, culturales y discursivos que habían debido
enfrentar para acceder a la escritura y a la publicación.Ahora
bien, en el marco de este trabajo queremos explorar, a través de una serie de
ensayos-testimonios de Victoria Ocampo, el modo cómo se reconstruye en ellos la
relación que la ligó con su primera figura referencial, Virginia Woolf,
observando las posibilidades y limitaciones que generó en Victoria el vínculo
de ambas. Desde nuestra perspectiva, esa relación se asienta en una clara
afinidad feminista, que avala en Ocampo la instalación de una escritura
sexo-genéricamente demarcada, que articulará siempre en el plano de las
variaciones autobiográficas: desde el testimonio a la autobiografía. Pero, por
otra parte, el vínculo con Woolf también se establece desde un plano de
desigualdad irreductible, derivada de las respectivas posiciones que el
discurso colonialista asigna a la una (inglesa) y a la otra
(sudamericana), y que termina por desautorizar, en términos de la relación
cultural jerárquica entre colonizador/a y colonizado/a, la expresión propia que
tanto deseaba Victoria.
Ocampo nunca logra elaborar esa
distancia imperial que la separaba de Woolf y, por lo tanto, tampoco resuelve
las múltiples contradicciones que ello genera en su escritura. En nuestra
opinión, este conflicto debe explicarse desde una dimensión política, pues el
mismo discurso colonial que coloca a Victoria en un lugar subalterno frente a
Virginia, le reserva, en su calidad de miembro de la élite (neo)colonizada
argentina, un papel intermediario, de mediación entre la metrópoli occidental y
la otredad latinoamericana (la de la tierra y su gente: india, negra,
mestiza, popular), a la que no puede o no quiere entregarse sin reservas, como
le propone polémicamente Gabriela Mistral en varios textos.
El contacto de Ocampo con Woolf se
inicia en 1929, cuando en París llega a sus manos Un cuarto propio,
ensayo publicado ese mismo año, que sería clave en la redefinición de su
proyecto literario en la década de 1930. El descubrimiento del ensayo fue
revelador, pues allí encontró Victoria una explicación para los padecimientos
experimentados por muchas mujeres con inquietudes intelectuales en el marco de
una cultura moderna y patriarcal. A diferencia de la mayor parte de ellas,
Ocampo poseía la autonomía económica que le brindaba su fortuna personal,
disponía de un cuarto propio, y, luego de su separación matrimonial en
1922, gozaba de amplia libertad de movimiento. Sin embargo, lo que ella no
tenía, y el ensayo de Woolf lo expresaba con elocuencia, era la autoconfianza
que otorgaba a los escritores varones una tradición literaria contabilizada en
siglos. Este libro, que decía tan bien lo que Victoria sentía y pensaba, según
afirma su biógrafa Doris Meyer, se convirtió en un tesoro precioso y su autora,
en una de sus heroínas (Meyer 1979, 169).
No es extraño, entonces, encontrar
una "Carta a Virginia Woolf" abriendo la primera serie de Testimonios
que Ocampo publica en 1935, poco tiempo después de su
primer encuentro personal con la escritora inglesa. El texto es literariamente
significativo, pues allí Victoria enuncia su deseo de dar forma a una escritura
propia y también se explaya sobre las dificultades de las mujeres frente a un
lenguaje que por definición es masculinizante. Si,
por un lado, entiende que la estructura misma de la lengua excluye a la voz
femenina, por otro lado, se propone indagar en los modos que posibilitarían la visibilización de esa experiencia-mujer diferenciada. En
este último sentido, es pertinente observar el armado discursivo que exhibe el
texto, donde se traslucen las múltiples estrategias a que apela la hablante. Desde la traslación idiomática del castellano
al inglés y al francés, hasta el juego de apropiaciones y desplazamientos entre
su palabra y la de Virginia, se evidencian en su discurso una serie de
movimientos, conscientes o inconscientes, que tienen por fin habilitar un locus
enunciativo particular:
Usted da gran importancia a que las
mujeres se expresen, y a que se expresen por escrito. Las anima a que escriban
all kind of books, hesitating at no subject however trivial or however vast. Según dice usted, les da este consejo por egoísmo:
Like most uneducated english-women, I like reading
_I like reading books in the bulk. [...] Ante todo, por mi parte, desearía confesar
públicamente, Virginia, que like most uneducated southamerican women, I like writing... Y, esta vez,
el uneducated debe pronunciarse sin ironía. Mi única
ambición es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero
como una mujer. Si a imagen de Aladino poseyese una lámpara maravillosa, y por
su mediación me fuera dado el escribir en el estilo de un Shakespeare, de un
Dante, de un Goethe, de un Cervantes, de un Dostoiewsky,
tiraría la lámpara, se me ocurre. Pues entiendo que una mujer no puede
aliviarse de sus sentimientos y pensamientos en un estilo masculino, del mismo
modo que no puede hablar con voz de hombre (Ocampo 1954, 103-104).
Entre 1934 y 1941, año de la muerte
de Virginia, Ocampo busca de diverso modo acercarse y entablar con ella una
relación personal e intelectual. Le envía cartas regularmente y la visita
varias veces en su casa de Londres pese a las reticencias de Woolf; una sujeto
a quien atrae y a la vez disgusta esta sudamericana adinerada y seductora, que
la abruma con regalos caros, visitas inoportunas y una actitud fascinada. Así,
la describe en algunas de sus cartas:
Ella es una mujer generosa que
distribuye orquídeas tan fácilmente como ranúnculos (Carta al novelista Hugh Walpole).
He tenido que hacer que Victoria Okampo [sic] deje de enviarme orquídeas. Empecé la carta
para decirle esto, con la idea de fastidiarte". Carta a Vita Sackville-West, 1934. (Cit. en King, 103).
Una mujer, Victoria Okampo [sic], que es la Sibila (Colefax)
de Buenos Aires, escribe para decir que desea publicar algo tuyo en su revista
trimestral Sur. Está en París... Es inmensamente rica y enamoradiza; ha sido
amante de Cocteau, de Mussolini-Hitler, hasta donde
yo sé: la conocí por Aldous Huxley;
me regaló una caja de mariposas, y de cuando en cuando desciende sobre mí, con
ojos como huevos de bacalao fosforescente: no sé lo que hay tras todo eso.
Carta a Vita Sackville-West, 1939 (Cit. en King,
104).
Victoria Ocampo, por su parte,
escribe todo un conjunto de textos donde el comentario de las novelas, ensayos
y diarios de Woolf se va mezclando con la reconstrucción de experiencias
autobiográficas de la propia Ocampo y con una analítica de la compleja relación
que las unía. Así aparecen, luego de la carta pública de 1935 que comentamos
más arriba, "Virginia Woolf, Orlando y compañía" en 1937,
"Virginia Woolf en mi recuerdo" en 1941 y Virginia Woolf en su
diario en 1954. La figura de Woolf, sin embargo, nunca abandona la
escritura de Ocampo y vuelve recurrentemente a ella en años posteriores: "Self-interview Nº 3 (sobre Virginia Woolf)" en 1967,
"Reencuentro con Virginia Woolf" en 1974, entre otros, dejando
huellas textuales del peso de este referente y de los conflictos que suscitaba
en la escritora argentina.
Como adelanté más arriba, la carta
pública dirigida a Woolf coincide con la aparición del primer volumen de Testimonios
de Ocampo, luego de sus fallidos intentos en el campo literario argentino
de los años veinte. Su confrontación con este mundo se había originado en 1924
con la publicación de su ensayo De Francesca a Beatrice, una lectura de La
Divina Comedia (Ocampo 1924). Este texto fue rechazado por la crítica
local, que lo tildó de impúdico, debido a las huellas autobiográficas que
aludían a un adulterio (Angel de Estrada), y de
pedante, pues no se consideró apropiado que la autora recurriera a temas y
géneros literarios inadecuados para las mujeres (Paul Groussac).
Con el libro de 1935, Ocampo reingresa al mundo de las letras, respaldada ahora
por su papel de directora y mecenas de la revista cultural que había fundado en
1931: Sur. Así, apelando a la validación de Woolf, como referente
metropolitano pero también como referente femenino y feminista, y con el éxito
logrado con la revista, Ocampo vuelve a buscar legitimidad para su
escritura en ese espacio intelectual que hasta entonces le había sido esquivo.Ahora bien, más allá de las implicancias que la
carta pueda tener como estrategia dirigida a ciertos círculos literarios
argentinos, lo que nos interesa en el texto es observar cómo se posiciona
Victoria frente a su escritora-modelo, considerando la diferencia cultural que
las atraviesa. Al inicio, Ocampo parece hablar desde el lugar de una sujeto entre
dos mundos, capaz de percibir y decodificar los códigos del imperio y
traducirlos para un auditorio latinoamericano que no puede acceder directamente
a ellos. Un gesto que, en realidad, solo pone en evidencia la transcripción que
hace Ocampo de ciertos estereotipos de consumo habitual en el/la colonizado/a: verdes muy ingleses, nieblas londinenses, living-rooms íntimos y tibios que contrastan con un exterior
invernal. El relato, no obstante, cambia inmediatamente de tono y nos inserta
en la interioridad de una conversación entre mujeres que parecen desarrollar un
diálogo no solo personal incluso cómplice:
Tavistock Square,
ese mes de noviembre. Una puertita verde oscuro, muy inglesa, con su número
bien plantado en el centro. Afuera, toda la niebla de Londres. Adentro, allá
arriba, en la luz y la tibieza de un living room de
paneles pintados por una mujer, otras dos mujeres hablan de las mujeres (Ocampo
1954, 101).
Pero la perspectiva vuelve a
modificarse una vez más, dejando en evidencia que no estamos ante dos sujetos
que se sitúan en igualdad de condiciones, sino frente a dos mujeres que son
significadas desde oposiciones radicales y jerárquicas: central/exótica,
europea/americana, sajona/latina, culta/inculta, rica/pobre. El yo que enuncia
percibe las distancias que se proyectan desde la mirada de la Otra y, en ese
marco, solo le cabe instalarse en el lugar de una otra subalternizada que patéticamente hace una demanda de
sentido, buscando en la imagen poderosa el modo de llenar un vacío, un hueco
(un hambre, dice Ocampo) que se percibe como esencial:
Estas dos mujeres se miran (las dos
miradas son diferentes). "He aquí un libro de imágenes exóticas que
hojear", piensa una. La otra: "¿En qué página de esta mágica historia
encontraré la descripción del lugar en que está oculta la llave del
tesoro?" Pero de estas dos mujeres, nacidas en medios y climas distintos,
anglosajona la una, la otra latina y de América, la una adosada a una
formidable tradición y la otra adosada al vacío ("au
risque de tomber pendant l'eternité"), es la más rica la que saldrá
enriquecida por el encuentro. La más rica habrá inmediatamente recogido su
cosecha de imágenes. La más pobre no habrá encontrado la llave del tesoro. Todo
es pobreza en los pobres y riqueza en los ricos. [...] Cuando, sentada junto a
su chimenea, me alejaba de la niebla y la soledad; cuando tendía mis manos
hacia el calor y tendía entre nosotras un puente de palabras... ¡qué rica era
yo, sin embargo! No de su riqueza, Virginia, pues esa llave que usted supo
utilizar [...] de nada puede servirme si no la encuentro yo sola. Rica de mi
pobreza: esto es, de mi hambre. Todos los artículos reunidos en este volumen
(al igual que los de él excluidos) escalonados a lo largo de varios años,
tienen en común [...] que fueron escritos bajo ese signo. Son una serie de
testimonios de mi hambre. ¡De mi hambre tan auténticamente americana!"
(Ocampo 1954, 101-102).
John King, (1989) uno de los pocos
críticos que ha investigado la relación de Ocampo y Woolf, interpreta estos
fragmentos como una declaración de amor más o menos velada de la primera hacia
la segunda, hipótesis que acomoda complementariamente con su argumento de que
Ocampo fue utilizada por Woolf para dar celos a su amante, Vita Sackville-West, la escritora a quien Virginia tomó como
modelo para la creación del personaje protagónico de su novela Orlando.
Por nuestra parte, nos parece más productivo leer el discurso de Ocampo desde
un enfoque que considere la dimensión de poder involucrada en esa relación
atravesada por relaciones culturales de índole (post)colonial. Es decir, a la
luz del conflicto que autores como Franz Fanon y
Albert Memmi describieron, ya en los años cincuenta,
al analizar las relaciones establecidas a partir de la diferencia racial en el
marco de la expansión imperialista europea. Desde esta perspectiva, las
palabras anhelantes de Ocampo hacia Woolf pueden ser interpretadas como la
expresión de una ansiedad que con frecuencia exhibe el colonizado (o
colonizada) frente a ese colonizador (o colonizadora) que se alza como un
modelo de humanidad y de cultura. En ese escenario atravesado por relaciones de
dominación/subordinación, dice Memmi, hasta el más
pobre de los colonizadores se sabe superior al colonizado (Memmi
1972, 12). Fanon, por su parte, agrega que todo colonizado
llega a sentir ante el colonizador que no sabe ni quién es ni qué quiere, que
el paradigma de lo humano se ha formulado a partir de una imagen que lo
excluye: el varón blanco de Occidente (Fanon 1974,
15-16). Una contradicción que es doblemente sentida en el caso de las mujeres,
en la medida en que, a la común subordinación de etnia que padecen los
habitantes de las regiones colonizadas y/o neocolonizadas,
se suma también la dominación patriarcal que impera tanto en el espacio
metropolitano como en el colonial y neocolonial (Marchand y Parpart
1995, 1-72; Holst P. 1999, 251-254).
Las marcas de esta relación
colonial, unilateral como certeramente la define Ocampo en un texto de
1954, son explícitas en su escritura, en la que se trasluce la incapacidad de
Woolf para percibir a esa otra a la que había exotizado
y a quien, por ende, no podía considerar en un plano de igualdad consigo misma.
En este sentido, es interesante observar cómo las propias cartas de Woolf
construyen a Ocampo como un personaje ficticio y fantasmal (no nos parece
casual que siempre equivocara la grafía de su apellido, nombrándola Okampo21); una figura a la que
carga con atributos de gran ambivalencia (es bella, rica, sensual, pero también
es ostentosa, inoportuna, molesta, etc.) y sitúa en un paisaje sudamericano
irreal, semejante al que había creado para su novela The
Voyage Out (El viaje
final) en 191522. Así, echando mano de una
serie de imágenes con que los escritores de la época de expansión imperialista
solían describir esos territorios distantes, misteriosos y violentos del Oriente,
la pampa argentina y la propia Ocampo emergen en las cartas de Woolf bajo una
fisonomía claramente ideologizada23.
¡Qué remota y sumergida en el tiempo
y el espacio me parece que está, en aquella vastedad y -¿cómo las llama?- en esas inmensas tierras azul grisáceas, con animales salvajes,
el pasto de las pampas y las mariposas! Cada vez que traspongo mi puerta
compongo un nuevo cuadro de América del Sur. Sin duda, se sorprendería usted de
verse en su casa, tal como yo la arreglo. Siempre hace un calor insoportable y
hay una mariposa nocturna posada en una flor de plata. Y eso sucede a pleno sol24.
Considerando estas diferencias entre
una y otra, era difícil que Woolf accediera a entablar con Ocampo un diálogo
paritario basado en las comunes solidaridades de género-sexual. Si Victoria no
parece capaz de sustraerse a una relación desigual donde su identidad se ve
constantemente distorsionada, como comenta Beatriz Sarlo
(1998, 156), por otra parte, también queda en claro al leer los textos de
Virginia que King recoge en archivos ingleses, en las pocas cartas que
transcribe Doris Meyer o en los fragmentos que la escritora argentina incorpora
o glosa dentro de sus propios textos, que esa posibilidad dialógica anhelada
por Victoria nunca fue algo que interesara a Woolf. Para Sarlo,
Ocampo, entre divertida y perpleja frente a las imágenes que Virginia proyecta
sobre ella, no es capaz de sentir la herida que le provocan los sucesivos
malentendidos con la escritora inglesa. En nuestra opinión, sin embargo, la
frustración personal e intelectual que la imposibilidad del encuentro provoca
en Ocampo va dejando huellas visibles en su escritura, si bien suelen estar
alojadas en una aclaración entre paréntesis o en comentarios que parecen
laterales o secundarios:
Y mi amistad con Virginia (tan
unilateral, pues yo la conocía y ella no a mí; pues ella existía inmensamente
para mí y yo para ella fui una sombra lejana en un país exótico creado por su
fantasía)... (Ocampo 1954, 98).
En otros casos, Ocampo intenta
reescribir esa experiencia de forma más distanciada, como si buscara despojarla
de su carga dramática. Así recurre, por ejemplo, a la incorporación de
elementos ficcionales y retóricos que estetizan el
relato de sus encuentros con Woolf, convirtiéndolos en una escena literaria.
Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el texto donde incluye la figura de Flush, el perro de la escritora inglesa Elizabeth Browning, protagonista de la novela del mismo nombre,
dentro de una escritura que se presenta como básicamente testimonial. Estas
estrategias, sin embargo, no pueden impedir que vuelvan a filtrarse las
disposiciones discursivas que ubican a la hablante en
un lugar subordinado ante un referente que siempre aparece como un objeto
idealizado, inaprensible, fuera de su alcance:
A menudo subí por la escalera
empinada de la casa tan característicamente inglesa de Tavistock
Square, y entré en el saloncito de paneles pintados
por Vanessa Bell. A menudo, después del frío brumoso de la calle, entré en el
'confort' de ese cuarto y sobre todo de esa presencia. Pues en cuanto Virginia
estaba allí, lo demás desaparecía. Virginia, alta y delgada, con una blusa de
seda cuyos azules y grises (¿era seda escocesa?) armonizaban admirablemente con
su cabello. [...] Virginia sentada en un sillón; y su perro dormido en el
suelo. ¿Era el de ella o el de Elizabeth Browning?
[...] Las horas que yo robaba a su trabajo, a su soñar, a no sé quién, a no sé
qué, me llenaban de remordimientos. Pero seguía robando. Durante esas horas, el
perro de Elizabeth Browning roncaba tan fuerte entre
nosotras dos, que mentalmente yo se lo reprochaba [...] Virginia estaba a su
anchas entre estos ronquidos y Flush debía de tener
en su poder esa autorización para roncar, sabe Dios desde qué fecha. Acaso
desde aquella en que Elizabeth Barret de Whimpol Street pasó a ser Elizabeth
Browning... Pues en esta casa todo se me aparecía a
la vez como irreal y como lleno de la más sustancial realidad (Ocampo 1941, 81-
83).
En otras versiones de este mismo
relato, llama la atención cómo la hablante intenta
clausurar las interpretaciones potencialmente descalificadoras que podrían
desprenderse de su propio discurso. Así, en un texto donde transcribe un
fragmento de una carta que le dirige Woolf, pone aclaraciones entre corchetes
que procuran fijar el sentido preciso que el lector o lectora debería asignarle
a las palabras de la escritora inglesa, buscando desmarcarse de los
estereotipos con que Woolf encubre su figura (o la de sus semejantes). Dada la
notoria tensión que esta operatoria produce entre significante y significado,
esa torsión explícita del sentido no puede sino amplificar el efecto de
palimpsesto que deja en su texto la huella del dolor que quiere se borrado o
silenciado:
Hace veinte años que nos conocimos.
¿Qué representaba ella para mí en aquella época? La cosa más valiosa de
Londres. Para ella, ¿Qué habré sido? Un fantasma sonriente, como lo era mi
propio país. Su imaginación gustaba de esos juegos [...] La idea fantasmagórica
que tenía de la Argentina me divertía muchísimo y nos hemos reído juntas de
ella. A mi llegada a Buenos Aires, recorrí tiendas para buscar las más
delirantes mariposas [...] Cuando Virginia recibió el paquete me lo agradeció
con una carta a su imagen y semejanza: "Dos señoras misteriosas [mis
mensajeras lo eran muy poco] llegaron al "hall" en momentos que me
despedía de una amiga [...]: colocaron en mis manos un gran paquete, murmuraron
una musical pero ininteligible advertencia acerca de que tenían que
entregármelo en mano propia, y desaparecieron. Puse por lo menos diez minutos
en darme cuenta que se trataba de su regalo: mariposas sudamericanas. Nada
hubiese podido ser más fantásticamente inadecuado [se refiere al momento en que
las recibió]. Era una tarde desapacible de octubre, y la calle estaba
levantada. Una hilera de lucecitas rojas marcaba la zanja... ¡y esas mariposas!
Y venía gente a comer"... (Ocampo 1954, 94- 96).
Estas imágenes fugaces, en las que
podemos entrever a una Victoria frágil y confusa que contrasta con la fuerza
que en su país irradia su imagen pública; una mujer que es incapaz de
comprender con claridad la posición en la que se encuentra situada frente a
quien considera su maestra en lo literario y en el feminismo, nos llevan a
pensar en el retrato que hace de ella Gabriela Mistral en un recado en
prosa que le dedica en 1942. En este texto, Mistral dibuja a Ocampo como una
sujeto compleja y múltiple: "En Victoria ha de haber muchas Victorias,
pues yo me conozco cuando menos cuatro..."(1978, 49), dice Gabriela. Una
sujeto que oscila entre las dos Victorias de "mente prestada a la
extranjería", que obedecen ciegamente los dictados de Francia e
Inglaterra; la Victoria que lleva en el alma al Plata y al Martín Fierro; y
finalmente, la Victoria que debería emerger del desgarro o "rasgón hecho a
la hiedra o la buganvilia europea". No afirma Mistral, sin embargo, que
esa "Victoria criolla", esa "mujeraza del Río de la Plata"
que intuía tras la contención de su escritura, hubiera surgido todavía. En su
opinión, esa posibilidad liberadora dependía de que Victoria pudiese echar por
la borda los espejos deformantes ante los que contrastaba su experiencia; los
mismos que le impedían soltar su potente voz femenina y latinoamericana ante el
temor y la desautorización que generaban en ella los modelos culturales y
literarios europeos.
Ocampo y Mistral debaten por años
acerca de este punto, según puede seguirse en la lectura de las muchas cartas y
publicaciones que se intercambian por más de tres décadas (Doll
y Salomone 1998 y Salomone et ál. 2004). Así, le dice Gabriela a Victoria en
una carta:
Estas culturas extrañas son unas de
tus llaves, pero no son todo, yo lo sé. Sigo creyendo que Racine y Cía. tenían
que alejarte fabulosamente de la expresión que te dictaba tu cuerpo y tu
temperamento, que les entregaste los jugos más fuertes de tu ser, que les
hiciste una especie de holocausto de sangre, parecido a los judíos, que les
hiciste una especie de juramento de echar atrás al escribir tu lengua, la tuya
personal, que es mejor que la mía en frescura y color, y en plasticidad y
movimiento.
Ocampo, por su parte, siempre
reticente a las incitaciones de Mistral, suele afirmarse en su
diferencia, sosteniendo un diseño identitario que
parece no poder prescindir del contacto con las lenguas y culturas europeas,
por entender que constituyen un elemento definitivo y esencial de su ethos cultural. Y así le responde a Gabriela en un
ensayo que le dedica en 1946, cuando se otorga el Premio Nobel a la poeta
chilena:
Gabriela se había propuesto
firmemente regalarme América. Tiene fantasías como ésa. Pero exigía en cambio
que yo regalase a América -flaca retribución- mi propia persona, sin reservas.
Sospecho que ya existía un entendimiento entre América y yo y que nos habíamos
adelantado un poco a sus deseos. De otro modo, ¿la hubiera yo comprendido tan
pronto? Lo dudo. Gabriela no se descifra, no se explica sin la clave de este
Continente: el suyo, el mío (Ocampo 1946, 174).
Una perspectiva semejante vuelve a
aparecer en un texto muy posterior, donde Victoria aborda la tensión entre lo
europeo y lo autóctono en el marco de una definición sobre la identidad
cultural americana, insistiendo en afirmar que la empresa de toda su vida había
sido la de ensamblar esos dos mundos culturales en los que se había formado.
Empeño en el cual, sostiene Ocampo, siempre habría contado con la comprensión
de Mistral:
La búsqueda de lo americano,
preocupación de Gabriela, había hallado en mí un campo de experimentación. Creo
que nunca cesó de mirarme como miraba las piedras, los pastos, los animalitos
de nuestro Continente, con infinita curiosidad e incansable ternura. […] Y me
halaga que después de tanta acerba crítica de mis compatriotas por mi
extranjerismo, una mestiza, mitad india chilena mitad vasca, y de la categoría
de Gabriela, me definiera como la planta de estilo americano más de
intemperie que pueda darse. Mis lecturas y mi educación me inclinaron
decididamente hacia Francia e Inglaterra. Pero la tierra americana nos ancla de
manera tenaz. Ése fue el descubrimiento que hizo Gabriela al conocerme. Admitió
que había otra forma de ser americana y lo proclamó: ser americana siendo
universal y teniendo, como le llamaba Claudel, la passion de l'Univers (Ocampo
2000, 197-198).
Así como Virginia Woolf retorna
obsesivamente a la escritura de Victoria, dando cuenta de un conflicto no
resuelto, lo mismo podría decirse de la figura de Gabriela Mistral y de las
problemáticas que ella introduce en la relación que las vinculó por tantos
años. Quizás por eso sean estas dos escritoras las convocadas por Victoria a la
hora de tomar la palabra para aceptar una silla que la acreditaba como miembro
de número de la Academia Argentina de Letras en 1977: la
primer miembro mujer en cuarenta y seis años de historia de esa institución.
Una vez más Virginia y Gabriela entran a su discurso en el agradecimiento, a la
primera, por haberla animado a escribir y, a la segunda, por su insistencia en
que asumiera la diferencia cultural latinoamericana como algo propio.
Lo que hace diferente esta ocasión,
sin embargo, es que Ocampo agrega, con la inclusión de Águeda, una india
guaraní de quien ahora dice descender, un nuevo término en el diálogo polémico
que la unió con sus maestras. Esa referencia genealógica, que se había
insinuado pero no explicitado en un texto anterior, "Las noches de
Ítaca" de 1973, incorpora un suplemento significativo que permite apreciar
cómo el conflicto cultural que atravesaba a Victoria aún podía ser
reconfigurado. Si alguna vez ella se había autoasignado
el rol de mediadora entre el mundo metropolitano y una otredad
latinoamericana con la que no quería ser confundida, a través de la figura de
Águeda, Victoria pone de manifiesto una veta identitaria
nunca antes mencionada. Una filiación que, por vía matrilineal, la ligaba no
solo discursivamente sino en los cuerpos con lo indígena americano,
incorporando esta vez en sí misma esa otredad de raza que en otro tiempo
le hubiera resultado inadmisible, menos aún bajo la mirada dominante de
Virginia. Es entonces la figura de Mistral quien acude a apoyar este nuevo
posicionamiento de la hablante, mediando en la
configuración de esa imagen otrora inimaginable: la de una mujer que se
descubre –y que nos permite así redescubrirla– con un rostro en el que emergen
huellas de otro color.
Este pliegue autorreflexivo,
en cierto modo autocrítico, que una Victoria ya muy anciana nos brinda en uno
de sus últimos textos, no es solo un reconocimiento sorprendente a la luz de
una trayectoria intelectual como la que acabamos de bosquejar. Desde nuestra
lectura, es un gesto político cuyo rescate consideramos hoy tan valioso como
necesario: por un lado, para recuperar la apertura humanizante
que ese gesto conlleva; por otro, para redescubrir esa complejidad (tan
lúcidamente advertida por Mistral) que habita en la palabra de Victoria Ocampo,
muchas veces opacada por la sombra que proyectaba su figura monumentalizada.
Así, dice Ocampo:
Después de muerta Gabriela, descubrí
algo que hubiese aumentado su descomunal sorpresa. Yo solía acusarla medio en
broma, medio en serio, de ser racista. Tenía pasión por los inditos (así los
llamaba) y se sentía parte de ellos. Descubrí, pues, que por vía materna
desciendo de Irala, compañero de Mendoza, y de una india guaraní, Águeda. Este
español y esta americana tuvieron una hija, que su padre reconoció. Dados mis
'prejuicios' feministas simpatizo más con Águeda que con quien podía tratar de
igual a igual al primer fundador de Buenos Aires. Este no es un desplante
demagógico. [...] Pero en mi calidad de mujer, es para mí un desquite y un lujo
poder invitar a esta recepción de la Academia a mi antepasada guaraní y
sentarla entre la inglesa y la chilena. No porque mereciera como las otras
entrar en cualquier Academia de Letras, sino porque a mi vez yo
reconozco a Águeda.
Esto no tiene que ver con la
literatura, me dirán. No. Tiene que ver quizás con la justicia inmanente y
quizás con la poesía. Así lo hubiese imaginado la fantasía de Virginia. Así lo
hubiese entendido la
pasión de Gabriela que escribió en sus
"Saudades"
En la tierra seremos reinas
y de verídico reinar…
[…] Ahora me he confesado ante
ustedes. Es lo único que me parece adecuado en la circunstancia. Traigo conmigo
a este lugar a tres mujeres porque les debo algo que ha contado en mi vida. A
una, parte de mi existir; a las otras, en parte, el no haberme contentado con
existir (Ocampo 1977, 59-60)
* * *
A lo largo de estas páginas hemos
seguido las evoluciones que la figura de Virginia Woolf despliega en la
ensayística de Victoria Ocampo y, en vínculo intertextual con las inserciones
de Gabriela Mistral, tomadas de cartas privadas y de ciertos textos críticos,
buscamos explorar las posibilidades y límites que experimenta Ocampo en sus
intentos dialógicos con Woolf: una sujeto con quien Victoria buscaba establecer
puentes de encuentro y reconocimiento desde sus comunes afinidades feministas.
Este recorrido vital/textual, que abarca más de cincuenta años, entre el primer
encuentro de Ocampo con un libro de Woolf (1929) y las palabras que le dedica
en su última aparición pública (1977), revela cómo la diferencia colonial instala
entre estas intelectuales una brecha que termina por hacer imposible un
encuentro paritario entre ellas, lo que a su vez inhabilita cualquier
posibilidad de alianzas a partir de sus mutuas inquietudes feministas. Gabriela
Mistral, sin duda, fue más consciente que Ocampo en la percepción de esos
límites y nunca cesó de hacérselos presente a Victoria. Así, le insistió una y
otra vez en que desarrollara una política escritural que, sin descartar la
dimensión feminista, entendiera que esta no podía estar disociada de otras
dimensiones relevantes, como la etnia, la clase o la cultura; las que también
son centrales en las configuraciones identitarias
personales y colectivas, particularmente en nuestro espacio latinoamericano.
Durante décadas, Ocampo, siempre feminista, pareció inclinarse más hacia el
modelo cultural europeísta que Woolf le ofrecía, que hacia el
latinoamericanista que para ella representaba Mistral. Su última intervención
nos insta, sin embargo, a imaginar a una Ocampo otra, que quizás, como le había
sugerido Mistral tantas veces, comienza a entrever que ciertos reflejos de los
espejos culturales europeos resultaban deformantes.
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Información
sacada de: http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-22952006000200004&script=sci_arttext
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